La llovizna fría se desliza
por nuestras venas
con clara lentitud.
El húmedo asfalto,
cama reluciente,
decorado de cartón,
nos recibe en este supermercado
de progreso y democracia
a demanda.
Masas en movimiento.
Días inútiles que no conducen a nada.
La noche se acuesta
con indigestión.
Los mendigos espantan ratas,
hozan entre contenedores
los restos del festín
y la comida caducada.
Un trozo de carne, ¡mi tesoro!,
medio mascado por un perro.
Unas manos temblorosas lo recogen,
miran a hurtadillas,
se alejan.
La mañana se despierta amodorrada
en esta habitación vacía
de la que no podemos salir.
Pero, hay que vivir,
y vivir es un problema
que conduce a una felicidad despierta,
embargada, hipotecada,
amnésica y ciega.
Cansado cuerpo inexpresivo
ante el espejo.
La infamia de tanta codicia
sube por las entrañas, implacable.
¿Acaso la única manera de ser bueno
es ser feroz con la dinamita o la guillotina?