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lunes, 19 de diciembre de 2022

La paga de Navidad

 


Relato publicado en la revista mexicana Aion el 1 de diciembre de 2022: 
https://aion.mx/literatura/la-paga-de-navidad


Se acabó el mundial de fútbol de Qatar 2022 y ya nos podemos olvidar, si no lo hemos hecho desde el principio, de los más de 6.500 trabajadores muertos en las obras de ese acontecimiento, ¿deportivo? Falta poco para celebrar la Navidad y dar la bienvenida al nuevo año, días en los que la gente, dicen, se acuerda de los más desfavorecidos y se propone cambios en su vida. Semanas en las que muchas personas hacen sus obras caritativas anuales para sentirse bien el resto del año y, de paso, desgravar un poquito. La iluminación navideña luce en todo su esplendor, para demostrar a Putin que no podrá con nosotros, y el consumismo supura por las venas saturadas de nuestro mundo cristiano-occidental.

Ese día, Leonor, una chica despierta, amaneció en su habitación con una sensación de bondad repentina.

—Mamá, he tenido una idea. 

—¿Sí, cariño?, ¿cuál?

—Quiero hacerle un regalo a un niño pobre. 

—Hija, ¡qué orgullosa estoy de ti! Seguro que tu padre también lo va a estar en cuanto se lo diga. 

—Le diré a mi ayudante de cámara que se ponga en marcha por las redes sociales y me busque uno, pero que sea español.

—Por cierto, ¿qué le vas a regalar?

—La pelota que me trajo papá del último Mundial. La del 7-0 a Costa Rica, que me obsequió la selección de fútbol.

—¡Qué buena idea!, además está firmada por todos los jugadores. Eres digna hija de tu padre y heredera del trono. Él siempre dice que la gratificación ha de estar en función del gratificado. 

—¿Qué quieres decir con eso, mami?

—Que hay que dar lo justo para que todo continúe igual. 

—¿Y eso es bueno, mamá?

—Pues, sí, tu padre me hizo ver algo que, antes de casarme con él, no me había dado cuenta: es importante conservar a los pobres para mantener el equilibrio natural. 

—¿El equilibrio natural, mamá?

—Sí, sin nuestra generosidad, se morirían. Hay que conservarlos vivos, sacarlos de su miseria sería inmoral.


Mientras el personal de palacio se dedicaba a buscar a quién regalar la pelota, Alizia contactó con su amiga de yoga, Carmencita.

—Hola, Carmencita, soy Ali —dijo la Reina—, mira, chica, estoy buscando un niño pobre para una obra de caridad que Leonor quiere hacer en estas fechas navideñas, ¿conoces alguno?

—Pues, pobre, pobre, querida, no conozco a nadie. No debe de haber muchos, digo yo. Déjame que piense un poquito.

—Es difícil, ¿verdad? Por más que le doy vueltas —dijo Ali—, no acabo de pensar en nadie.

—El otro día —comentó Carmencita—, oí cómo Alvarito, el hermano de tu ex-cuñado, se quejaba porque tenía problemas económicos. Sin embargo, por eso no diría que sus hijos sean pobres.

—Gracias, chica. No te preocupes, aunque no me has sido de gran ayuda, la verdad. Bueno, te llamaré mañana para ir de compras, ¿vale? Ahora voy muy liada con esto.

—Sí, hasta mañana. Por favor, no te estreses, la salud es lo primero y España os necesita, cariño.

Alizia también se lo comentó a su secretaria. Esta, que no soportaba la idea de verla triste, le propuso un niño que veía delante de la iglesia por donde pasaba de camino a su casa.

—¿Es español? —pregunta Ali, preocupada.

—Sí, creo que sí. No obstante, Majestad —comentó la secretaria—, no sé si es buena idea un balón, quizás sea más útil ropa de abrigo. Lo digo, por el frío que hace.

—Pero, ¿qué dices? —contestó la Reina—, el valor moral de un balón regalado por la Princesa da más calor y bienestar que todas las mantas del mundo juntas. Además, donde haya un corazón caliente que se quite lo demás. 

—De acuerdo, Majestad.

—De todas formas, lo que me preocupa es el interés que tiene Leonor por dárselo en persona.

—¿Por qué, Majestad?

—Una nunca sabe qué puede haber en esas casas y qué enfermedades le pueden contagiar. No sé, estaría más tranquila si te encargases de que la ropa que se ponga ese día desapareciera de palacio, ¿lo entiendes?

—Sí, Majestad.


Días más tarde, Leonor fue a la casa del niño. Cuando llegaron al barrio donde vivía, el coche tuvo que pararse a unos cincuenta metros del domicilio porque la calle era demasiado estrecha. Era un barrio en el que las casas se habían construido con algunas presencias y muchas ausencias. ¿Quién no lleva un nombre que antes no haya sido el de un muerto? La comitiva real descendió del vehículo y se dirigió hacia el portal.

—¡Uf, cuánto barro! ¡Cómo me estoy poniendo los zapatos! —dijo Leonor mientras el vaho le salía de la boca.

De pronto, un frío terrible la paralizó y se sintió mareada. Se agarró a su acompañante.

—¡Qué tufo! —dijo, pero se repuso. 

En ese momento, se dio cuenta de que la lástima que sentía se mezclaba con repugnancia. «Tendría que haber hecho caso a mami», pensó.

—Majestad, es el olor a pescado frito y sofritos que están cocinando en las casas de este barrio. Sí, es un poco fuerte —contestó el acompañante. 

—¡Calla y sigamos! —replicó tapándose la nariz—. Por cierto, ¿has traído lo que sobró de la cena de ayer para dárselo a este niño?

—Sí, Majestad. Aquí lo traigo, junto a la pelota.

Una mujer les esperaba fumando, la mirada fija tras las gafas, clavada en los personajes que aparecían con los zapatos completamente enfangados frente a su casa. Una mirada compasiva, vacía de quejas, mostrando el cansancio de los gritos silenciados por el hambre entrecortada. Los guantes que llevaba apenas le cubrían los dedos. 

—Para los de arriba, hablar de comida es bajo. Y se comprende, puesto que ya han comido —farfullaba para sí, mientras observaba la escena.

Un hombre tosió, tenía la barba desaliñada y la chaqueta raída. Leonor y la comitiva entraron en la casa. Era difícil ver nada, había poca luz. Era un lugar oscuro y vacío por completo. Sin embargo, cuando Leonor entró, tropezó con algo. Sus desnudos tobillos se hundieron todavía más en los zapatos. El comedor, aún conservaba la tibieza de coliflor hervida. Un niño de unos diez años estaba sentado en el rincón de la sala moviendo las manos de forma mecánica. No veía ni oía nada de lo que ocurría a su alrededor. No se levantó. Con ella entró en el local un olor a barro mojado del exterior.

—Hola, soy la Princesa —dijo Leonor, desconcertada—. Es Navidad y vengo a regalarte mi pelota de fútbol firmada por los jugadores de la selección española.

—¡Gracias! —le contestó el chaval sin levantarse.

El niño agarró el balón, le echó un vistazo con sus pequeños y negros ojos, le dio la vuelta, lo manoseó y lo lanzó a una caja con inscripciones en chino que tenía a su lado.

—¿Cómo es posible? —dijo Leonor enfadada— ¿Ya está?, ¿eso es todo?

No se creía la reacción del niño, cerró los ojos un momento. Al volverlos a abrir ya se había acostumbrado a la oscuridad y miró la casa: cajas de cartón con textos en chino, un montón de balones firmados como el que ella había traído, agujas de coser, trozos de cuero, hilo, ... De pronto, una puerta se cerró de golpe. Leonor se sobresaltó y se apresuró a salir. Chocó con la mujer que fumaba. Abandonó la sala a toda prisa, pero el hombre que tosía, con la majestad que da la artrosis, se levantó de la silla y se acercó con mucha dificultad y, apoyándose en la pared, se puso delante cerrándole el paso. 

—Gracias, señorita, por su generosidad —le dijo—. Lamer las llagas para ganar el cielo no es lo que nos hace falta, sino curarlas cada día. La vida no es un problema que tiene que ser resuelto, sino una realidad que debe ser experimentada. Además, esta pelota que nos ha regalado es como las que cosemos en casa. Se la venderemos a la empresa china que nos las encarga y será nuestra paga de Navidad.

Leonor salió confusa hacia el coche. Entró a trompicones. Una nube de náuseas infinitas le reventaba los pulmones. Se olvidó de los miembros de su comitiva que, atónitos con las cabezas inclinadas, observaban la escena.

—¡Rápido, arranca ya! —gritó al conductor, desencajada.

Allí, en el quicio de la puerta, siempre como en espera de alguien que nunca llega, aunque sin aparentar impaciencia, seguía la mujer fumando, reflejando en su figura desvaída un cansancio de siglos. 

Leonor, por su parte, sintió un dolor desconocido hasta el momento, era el malestar de la soledad en que aquella situación la había dejado. Esa frase que le habían gritado desde la calle, «la caridad consiste en no hacer más pobres», no encajaba con lo que le había dicho su padre. Allí, sola, en el interior del vehículo, aturdida por la experiencia, experimentó, por primera vez, miedo a las sombras, al tiempo, y se preguntó, «¿paga de Navidad?, ¿qué es eso?».










lunes, 5 de diciembre de 2022

Notas desde la Villa de Candelaria (Tenerife). 4.- El océano desde Candelaria


Diciembre 2022. No.4 


Observar el océano desde Candelaria, escuchar su sonido y sentir los rayos de sol entre palmeras y dragos durante el solsticio de invierno permite desconectar de los momentos agobiantes de la rutina diaria. La línea final del horizonte, escudo protector natural, alarga la mirada e imaginación hacia mundos que nos mantienen activos.

El océano es movimiento. El océano nunca es silencio. 


Ver el océano desde el puerto de Candelaria permite disfrutar de todas las escalas y frecuencias de un concierto de olas permanente. Una melodía, fruto de la conjunción de instrumentos de viento que se acercan con el ulular de los vientos alisios; los de cuerda que, de la mano de las olas, acarician la costa, sus guijarros y la arena de las playas, más los de percusión cuando embisten contra las rocas y espigones. Una música que nos acompaña desde el bramido matinal que nos despierta hasta la nana que nos acuna al anochecer. Si a todo este conjunto musical, le añadimos el coro de aves marinas, el resultado es un universo sonoro inabarcable.

El océano es movimiento. El océano nunca es silencio. 


Percibir el océano desde las playas de Candelaria, en días calmados, transmite un sonido de agua tranquila. Las olas que llegan de Gran Canaria, esa tímida isla oculta tras la línea del horizonte, se desploman con pesadez sobre los guijarros y la arena negra, chocando contra el puerto con un ritmo preciso: ataque y resaca. Un baile que la geología practica con el océano: durante la pleamar, se ve atraído hacia arriba por la Luna y lleva su agua por los recovecos bajo los espigones. No obstante, con la bajamar, el océano se aleja de la directora de orquesta, la Luna, y ofrece playas alfombradas por una tela húmeda, espumosa y fina, un micelio marino, mientras muestra escondidos rincones por los que podemos pasear. 


El océano es movimiento. El océano nunca es silencio.


Contemplar el océano desde mi balcón en Candelaria, permite distinguir cómo las aguas se debaten contenidas entre el muro de la Hornilla, el derruido espigón de la playa del Olegario y los muelles y barcos del puerto de pescadores, donde el agua salpica y hace gemir a las barcas. Las gaviotas gritan a la búsqueda de alimento en las aguas, no muy limpias, del puerto. El arrastre de los guijarros ofrece un sonido especial, amplificado por la noche, en el que solo desafinan los centenares de colillas* agazapadas entre los granos de arena. De ahí que el dios Neptuno nos castigue, cada cierto tiempo, escupiendo microalgas, penitencia por nuestro pecado original: contaminar los océanos.


El océano es movimiento. El océano nunca es silencio.


Observar, ver, percibir y contemplar el océano desde Candelaria es asistir a un concierto permanente que mejora la percepción, la memoria y el lenguaje, además de estimular la producción de serotonina en el cerebro. Motivo por el cual, cada solsticio de invierno, los que vivimos en la Villa de Candelaria, nos preparamos para dar la bienvenida al nuevo año, mientras el océano continúa acogiéndonos con cariño, cual vientre materno.

*Cada colilla puede llegar a contaminar entre 8 y 10 litros de agua marítima, y hasta 50 litros de agua dulce. Más info.

**Esta entrada de blog ha tenido el privilegio de ser elegida para ser publicada en la revista canaria Tamasma Cultural dirigida por la escritora Luisa Chico.

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