* Relato publicado en la Antología 2024 de Acte Canarias, Ecos del camino
Hoy estoy solo. De vez en cuando no viene mal estar solo. Puedo reflexionar mejor, además, aprovecho para escribir de noche. Hay luna llena y, cual faro nocturno, ilumina, ligeramente, la pantalla de mi ordenador mientras escribo. Una difuminada luz que me tranquiliza ante la posible, aunque improbable, aparición (dicen) de hombres lobo durante noches como esta. La energía de esta luna, ahora, me lleva a buscar nuevas formas de expresión dando vida a estas palabras.
Una noche despejada, tras varias semanas de viento, mucho viento que ha sido el protagonista indiscutible de nuestros días y noches. Unos vientos, los alisios, que suelen hacer fácil la ida, pero dificultan la vuelta.
He de reconocer que nunca me han gustado los días ventosos, hasta ayer. Ahora los miro diferentes, los sé distinguir. Hay un tipo de viento valiente y otro cobarde. Uno que viene de frente y otro que ataca por la retaguardia. Ayer, al caminar contra el viento, contra su ráfaga impetuosa, sentí que me borraba cosas, me liberaba de aquello que ya no me servía: malos momentos, experiencias negativas, … Al mismo tiempo, mientras avanzaba por la avenida Marítima de Candelaria, el olor a algas y salitre tuvo un efecto alucinógeno en mí que me transportó a una de esas guaguas londinenses con el techo descubierto.
Sentado frente a mi acompañante en la parte superior, fui consciente del momento en el que los dos veíamos el mismo paisaje, pero, claro, desde perspectivas diferentes. La vista de quien miraba hacia adelante era distinta a la de quien contemplaba hacia atrás, una metáfora de las múltiples realidades que cohabitan en nuestro mundo.
En eso iba yo pensando mientras el viento me despojaba de las cargas del pasado, al mismo tiempo que el paisaje se me introducía en lo más hondo de mí; la luz, la maresía y la calidez de Candelaria me alimentaban y me insuflaban el optimismo esencial para adaptarme a un nuevo día.
Ya sé que a mi edad no es fácil porque, primero, hay que empezar por hacerte tuyas las calles, las esquinas, el mar, los cafés, el sol y, sobre todo, las sombras. Solo así, la Villa dejará de verme como a un extraño, alguien de fuera, y se convertirá en mi hogar.
Al día siguiente, en el camino de vuelta a casa, retorné por la avenida y ocurrió lo contrario. El viento parecía diluir el paisaje y difuminaba lo que me encontraba de camino. Esa sensación me entristeció y por eso decidí hacer trampa. Esperé a que amainara y cambiase su dirección, para así, evitar esa sensación negativa de no poder abrazar la tranquilidad de saber lo que viene después de cada esquina, cada rincón, cada farola. La sorpresa fue que, en ese momento, supe que ya no me iba a sorprender el paisaje y empezaría a ser uno con él.
Una semana después de esa unión con el paisaje candelariero me subí a la base de las esculturas de los Menceyes en la Plaza de la Basílica. El motivo era simple, noté que si me encontraba a ras de suelo, el horizonte que veía sería limitado y podía caer en la tentación de creer que ahí estaba todo el conocimiento del mundo. En cambio, al subir un poco más, el horizonte se expandió y, en ese instante, fui consciente de que sabía menos que antes porque veía más. El horizonte reveló mi propia ignorancia que, lejos de ser una limitación, me enseñó que la vida es un ascenso constante, un aprendizaje continuo.
De todas formas, amigo lector, amiga lectora, recuerda que, si algún día crees haber llegado a la cima, cómprate una escalera. El ser humano es un animal que, afortunadamente, posee una ignorancia ilimitada, una oportunidad para seguir aprendiendo y creciendo.
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