—¡Vamos viejas, moveos, joder! —gritaba el imberbe guardia civil— ¡Seréis putas, caguendiós!, ¡y no me habléis en arañol, coño!
Debía de ser uno de los primeros destinos que tenía, el norte de África, y quería demostrar su autoridad, pero el odio contra las mujeres ya lo traía de fábrica. Se le notaba.
Venían todas juntas en fila india, una Santa Compaña de bultos y grandes paquetes, en silencio. Guardaban energías para la batalla que se avecinaba: cruzar la frontera. Sus pasos acompasados y el sudor las hacía parecer mulas bajo el sol, supongo que de ahí les viene el nombre. Eran visibles desde lejos, como si fueran una recua levantando polvo. Sus caras morenas y cansadas, tapadas algunas y vestidas de oscuro la mayoría. Casi todas con su hiyab.
A mis cincuenta años, y después de haber salido de las profundidades del alcohol y de una ruptura de pareja, ya nadie se acordaba de aquel periodista intrépido al que todo el mundo quería publicar. Aquel valiente reportero que destapó el principal foco de reclutamiento del terrorismo yihadista en España el año 2010. «¡Qué efímera es la fama y que rápido te engulle el olvido! —pensé». Necesitaba volver. Este país que me lo dio todo, me lo tenía que devolver. «¿Seré capaz? —me pregunté a mí mismo». «No lo sé —me respondí».
Se acercaban y me aparté de su mirada. Quería que no me viesen, que fueran ellas mismas, por eso me di prisa en esconderme entre los edificios del paso fronterizo. Me interesaba su naturalidad para un reportaje que me habían encargado escribir junto a la biografía de Antonio López Sánchez-Prado, el primer alcalde republicano que fue asesinado por la Legión de Millán-Astray en la playa del Tarajal en julio de 1936.
Ahí estaba yo, de pie, viendo ese espectáculo dantesco, sin hacer nada, solo observaba y escuchaba un eco continuado de Assalamualaikum. En el otro lado, hacia donde ellas se dirigían, podía ver a decenas de personas hacinadas, los paquetes estaban por todos lados, envueltos en tela de saco y atados con cintas y cuerdas; se oía un ruido ensordecedor, una cacofonía de motores y gritos unidos por un hedor a sudor y gasoil.
—¡Demonios!, ¡os debería dar vergüenza!, ¡rápido! —abroncaba el joven guardia civil sin importarle que la mayoría de ellas tuvieran edad de ser su madre o abuela.
Ya habían llegado hasta donde yo estaba. Pasaban junto a mí, una fila de hormigas, chorreando sudor, arrastrando los pies y con la cara gris del polvo del camino. Una de ellas, joven y altiva, me vio. Lo noté, a pesar de estar medio oculto. Hizo una señal a sus compañeras y un pequeño grupo de cinco mujeres, de edad indefinida, se apartó de la fila y se dirigió hacia donde yo estaba. Iban vestidas con ropa ancha, larga y un velo, todas llevaban la cabeza cubierta, aunque dos de ellas dejaban entrever su melena. Solo una, la más vieja, iba tapada por un manto negro que le cubría de pies a cabeza. El rostro de la que parecía la líder me resultaba familiar.
—Assalamualaikum —dijeron.
—Wa 'alaykumu as-salam —contesté.
—Eres el periodista Escribano, ¿verdad? —dijo la que me resultaba familiar—. Desde Fnideq, a unos siete kilómetros de esta maldita frontera que separa Europa de África, venimos solo por verte.
—¡Vamos, coño! ¡Moveos! ¡Moved el culo de una puta vez! —seguía vociferando el imberbe—. Ya tienen razón, ya, cuando dicen que a la mujer y a la mula, vara dura —espetó entre carcajadas.
—¿Qué quieren? —les pregunté.
—Te hemos buscado en Tánger y en Tetuán —dijo una de las mujeres jóvenes que mostraba parte de su cabellera—, pero nos informaron que ya no vivías allí, que te habías trasladado a este lado de la frontera. Sabemos que hace tiempo que no escribes. Tus artículos en la prensa eran conocidos y respetados entre un sector de la población que desea una mayor apertura y no quiere volver al integrismo. Por eso hemos venido. Creemos que tus artículos pueden seguir teniendo influencia en el gobierno y por eso nos interesa que escribas sobre nosotras y nuestra situación.
Yo ya sabía quiénes eran, pero no quería demostrarlo. El hecho de que me hubiesen llamado por el apodo, Escribano, ya me indicaba qué querían. Solo se dirige a mí de esta manera gente relacionada con la prensa o con la política.
—Pues sí, Escribano, por fin te hemos encontrado, gracias a Alá o a tu Dios —dijo la que parecía ser la líder—. Vámonos lejos de ese imbécil con uniforme.
El guardia civil fue directamente hacia ellas hasta que me vio. Se paró y les echó un vistazo con desprecio a unas, con lujuria a otras. Una mirada sucia y oscura que se coagulaba sobre la piel de cada una de las mujeres, mientras pasaban frente a él. Nos acercamos a una cafetería. Les pregunté si querían tomar alguna cosa, aunque fuera un vaso de agua. Se sentaron, secándose el sudor con servilletas de papel.
—No, gracias —dijo una de ellas—. Venimos con un encargo.
—Tú me conoces, ¿verdad?, no te hagas el loco —me espetó la que llevaba la voz cantante.
—Creo que sí —le dije—, te he visto antes en alguna parte. ¿No serás Safiyya, la española que vive en la frontera?
—Sí, la misma.
—¿Seguro que no queréis ni siquiera un vaso de agua? —les volví a preguntar.
—Ya que insistes tanto, no te vamos a llevar la contraria.
Pedí al camarero unas botellas de agua y las cinco mujeres con sus vestidos polvorientos se las bebieron en un abrir y cerrar de ojos. Luego pedí más agua y se la volvieron a beber.
Sabía que el grupo de mujeres de Safiyya me andaba buscando desde la muerte por aplastamiento de Yasmina y la violación de otras dos mulas.
—¿Y qué os trae por aquí?
—A ti.
—Ya me tenéis.
—Llevas tiempo viviendo entre nosotras, escondido en este agujero.
—No me oculto. Aquí estoy bien. ¿Y qué queréis?, soltadlo de una vez —les dije de nuevo.
—¿Siempre eres tan maleducado? —me preguntó la que parecía más joven—.
—Sí, eso dicen.
—Pues se trata de que las mulas necesitamos visibilidad —interrumpió Safiyya—. Queremos que un hombre, con una firma reconocida, escriba nuestra historia para denunciar públicamente esta situación. Por desgracia, no es lo mismo si lo hace una mujer. Solo si un hombre hace notorio cómo vivimos las mujeres mulas, nuestro día a día podrá mejorar. Por eso te necesitamos. Eras de fiar y sabemos que escribirás la verdad, a pesar de ser un borde.
Por un lado, quería darles largas porque no me gusta que me digan lo que tengo que escribir, pero lo cierto es que su historia encajaba a la perfección para el artículo que me había encargado un diario europeo. Además, los problemas que tendría con la policía marroquí me darían publicidad.
—¡Acabemos pronto con este tema, que hemos de volver a Fnideq! —dijo una de ellas que, hasta el momento, había pasado inadvertida.
—No os preocupéis por eso, os podéis quedar donde estoy viviendo. Hay colchones para todas.
—¡Eso sí que no!, yo no voy a pasar la noche en casa de un extranjero, ¿qué dirían en la aldea?
—Y tú, ¿estás casada? —le pregunté a una que no decía nada.
—Yo no tengo marido, Escribano. No me quiero casar con estos de aquí, quiero un español.
—¡Como si eso fuese garantía de algo! —dije, riéndome a carcajadas.
No paraban de hablar hasta que Safiyya las mandó callar.
—¿Quieres venir con nosotras? —me preguntó directamente.
—¿Adónde?
—A Fnideq. Por eso vinimos. Para llevarte.
En ese momento, tuve ganas de desaparecer. Salir de la cafetería y evaporarme.
—¿Y qué queréis que haga yo ahí?
—Queremos que nos acompañes y que veas nuestro día a día en primera persona, que nos conozcas sin interferencias ni censura.
—No puedo ir —les dije.
—Yo no quiero ni tu agua —dijo Soad—. Nada quiero de ti.
Se levantó y se marchó, no sin antes tirarme el contenido de su vaso a la cara.
—¡Nadie se nos montará encima si no doblamos la espalda, ni siquiera este! —gritó con desprecio, mientras salía del bar—. Os espero fuera, no quiero perder más tiempo con este tipo.
—¡Maldita salvaje! Suerte que era agua y hace calor —dije mientras me secaba.
—A mí, en cambio, me dan ganas de darte una bofetada —dijo Safiyya—. Pero me aguanto. Te vamos a llevar a Fnideq. Eres el único que puede escribir el artículo.
—Buscad a otro. Yo no quiero tener vela en este entierro.
La más vieja de todas, la mujer vestida de negro, tenía lágrimas en los ojos, lo único que le veía, y le temblaban las manos. Se levantó con dificultad y se plantó ante mí.
—Yasmina era mi hija —dijo secándose las lágrimas—. No quiero que le pueda suceder lo mismo a mis otras hijas, o a las chicas del pueblo.
—No tienes por qué llorar —dije de forma estúpida.
—No quiero que el patrón abuse de mis hijas cuando sean mulas, como ocurre con las fresadoras. ¿Lo entiendes? Esperábamos que tú nos ayudases. Se levantó y salió de la cafetería.
—¿No lo entiendes, Escribano? —añadió una de las chicas que no había abierto la boca hasta ese momento—, la suya es la voz que grita en el desierto, la protesta del alma desolada.
—Me quedo —dijo Safiyya—. Haré un último intento yo sola. No te será tan fácil librarte de nosotras.
—Pero, ¿cómo te vas a quedar con él?, ¿qué dirán? —le dijeron las compañeras mientras se levantaban—. Pensarán mal de ti.
—No será peor de lo que ya opinan. Que murmuren lo que quieran. ¡Qué más da! Ya tengo una reputación. Me quedaré contigo —me dijo—, pero solo si me prometes que andaremos juntos hasta Fnideq antes de que amanezca. No puedes dejarme ir sola. Lo que me podría pasar por esos caminos caería sobre tu conciencia.
—Pero... —intenté contestarle mientras nos levantábamos de la cafetería e íbamos a mi casa.
—No te olvides el libro sobre la mesa —dijo Safiyya—. ¿Qué lees?
—Un cuento del mexicano Juan Rulfo, Anacleto Morones.
Una vez llegamos a la casa y, siguiendo la tradición, le ofrecí un té. Eché una cucharada de té en la tetera, y le añadí agua hervida calentada en un recipiente aparte. Noté que Safiyya me observaba en silencio. Dejé reposar el té un par de minutos, y lo tiré. Añadí azúcar a la tetera y más agua hirviendo. Esperamos en silencio a que hirviese y le eché hierbabuena. Unos minutos después, azúcar. Por último, y con la mirada de Safiyya clavada en mi cogote, llené un vaso y lo devolví a la tetera tres veces, como marca la tradición, y serví dos vasos, dejando que el té cayera en picado sobre el vidrio. En ese momento, Safiyya añadió un poco de hierbabuena.
—Felicidades, Escribano —me dijo—, realmente me has sorprendido con la preparación del té. Sin embargo, no creas que por ello me olvido del tema que me ha traído hasta aquí.
—No, no —dije con una sonrisa—, ya lo suponía. Pero nos entenderemos mejor alrededor de un buen té.
—Estás desmejorado desde la última vez que te vi. ¿Qué te ha pasado? —preguntó Safiyya—. Te veo hinchado y has perdido pelo, además te has afeitado el bigote que llevabas.
—Sí, he tenido una mala época: alcohol y depresión. Me ha costado aceptar el paso de los años. De todas formas, ya está superado, o eso espero —contesté.
—Las mujeres mulas —me contó Safiyya como si no le hubiese importado mi último comentario— transportan cada día a sus espaldas unos 60 kilos de materiales. Es un trabajo lleno de riesgos por las estampidas en la frontera, el peso de los bultos y los abusos sexuales de los encargados de asignar los fardos. Todo por siete o diez euros por paquete transportado. ¿Lo sabes, verdad?
—Sí, lo sé. Cuantos más viajes, más ganan, por lo que no tienen tiempo para descansar. Creo que algunas cruzan durante cinco horas al día, cuatro días a la semana y con cuidado de que no cierre la frontera.
—¿Y la corrupción, qué me dices de eso, Escribano?
—Sé que la mayoría de los almacenes están en manos de mafiosos marroquíes y españoles que las explotan. Asimismo, he visto sobornar a aduaneros para que miren hacia otro lado cuando pasa su mercancía.
—Supongo que también sabrás que hay contrabando de certificados de residencia. Así, las mulas que no viven cerca, lo obtienen por unos 500 euros y pueden cruzar la frontera sin visado.
—Sí, lo sé.
—Veo que estás mejor informado de lo que pensaba. El caso de Yasmina fue algo diferente. Ella transportaba en sus espaldas 50 kilos. Ese día ya llevaba tres viajes y le propusieron un cuarto más pesado, aceptó, pero tuvo la mala suerte de tropezar y el bulto le cayó encima. Se desnucó. Además, se había atado a la cintura varios pares de zapatos, y amarrado cajas de bragas a los muslos, lo que le impidió moverse libremente cuando cayó bajo el fardo.
—¡Joder! No sabía que se había desnucado —exclamé, mientras rellenaba las tazas de té.
—Antes de salir de sus casas —dijo Safiyya—, rezan sus oraciones por la mañana y se preparan, sin saber si volverán vivas o muertas.
En ese momento, se levantó la ropa interior para mostrarme los moratones que tenía en las piernas, fruto de la policía militar, que a golpe de porra y cinturón tratan de poner orden.
—Fui golpeada por los mejaznis cuando intentaba avanzar hacia el frente de la cola —dijo—. Si no me detuve, no fue por mi voluntad, sino porque la multitud me empujó. Los guardias nos apalean como si fuéramos ganado.
—¿Quieres otro té?, tenemos una larga noche por delante y hay que mantenerse despierto.
—Sí, gracias, pero deja que siga explicándote. Antes, las mulas solían ser madres solteras que no tenían otra opción para ganarse la vida, ahora están compitiendo con jóvenes con antecedentes por drogas que nadie les quiere contratar legalmente. Cuando ellas llegan, se dirigen a un jefe que les indica, entre comentarios soeces y tocamientos, lo que tendrán que hacer. Una vez repartido el trabajo, han de esperar a que los guardias abran las puertas de la frontera; allí, comienzan las peleas por entrar y lograr un espacio por donde cruzar.
Faltaban unas pocas horas para que empezara a amanecer. Seguíamos bebiendo el té a sorbos y comiendo hummus de garbanzos y baklavas de diversos tipos.
—En este país, se nos entrena para no ver. La educación deseduca, uniformiza, y los medios de comunicación incomunican, manipulan. Se nos educa para ser mansos como ovejas, estar embrutecidos por la ignorancia, por el consumismo y por la televisión. Nuestros jóvenes están abotargados por el hábito de la obediencia, vigilados de lejos. Lo cierto es que solo si luchas, puedes perder, si no luchas, estás perdido.
—¡Qué dura eres con los tuyos!
—Dura, no. Soy realista. Vamos, Escribano, levántate y marchemos ya o se nos hará tarde.
No sé por qué motivo, pero yo era un autómata en esos momentos. Me levanté y la seguí. Teníamos un largo camino de unas cuatro horas por delante con la única compañía de los ladridos de perros. Parecía que no íbamos a encontrar nada al otro lado del camino, pero al final siempre aparecía una llanura llena de grietas y de arroyos secos. Caminábamos en silencio. Ya llevábamos más de dos horas de ruta y seguían los ladridos. De repente, un olor a humo fue el primer indicador de que el pueblo no se encontraba lejos, además el viento lo iba acercando mientras nuestro silencio seguía manteniéndose para no malgastar energías.
Cayó una única gota de agua. Esperamos a que cayesen más y las buscamos con los ojos. Pero no había ninguna más. No llovía. La nube había huido. Seguimos caminando más de lo que habíamos andado. Nos detuvimos para ver llover y no llovió. En esa llanura seca no había nada, solo polvo, arena y cactus. Y por ahí íbamos nosotros, a pie y en silencio. Algunas lagartijas asomaron la cabeza por encima de sus agujeros. Conforme bajamos, los ladridos de los perros se iban acercando hasta tenerlos al lado. Seguimos adelante, adentrándonos en el pueblo: aguas residuales a nuestro paso, cables de la luz enredados entre sí en un sinfín de empalmes ilegales, un centro de salud desvencijado llamado ‘el Tarajal’ y niños aburridos esnifando cola en plazas sin columpios. Esa era la imagen de bienvenida. Una ráfaga de viento sacudió los jirones de banderas que colgaban de los balcones.
—Aunque yo sea española, mis padres nacieron aquí, volvieron y viven aquí desde hace años.
—¡Mira, Safiyya! En ese grupo hay gente llorando. ¿Qué pasará? —pregunté, mientras oía voces plañideras mezclarse con ladridos de perros y el ulular del viento.
—¡Es mi familia! —gritó y salió corriendo.
—¡Safiyya, hija! —se oyó un grito entre la multitud de mujeres—. Umaima ha muerto. Una desgracia. Hace dos días que fue arrollada en la verja y el médico dijo que no tenía nada. Llamamos a una ambulancia y para cuando llegó y la condujeron al hospital, la pobre murió. Solo llevaba un mes cargando bultos por la frontera.
—¡Hola, madre!, menuda desgracia.
Se volvió hacia mí. Me miró directamente a los ojos, indignada.
—Aquí, las agujas del tiempo retroceden, alocadas; se agitan en un permanente descenso a los infiernos.
—Sí, …
—¡Calla, no digas nada! Es mejor así.
—Pero, …
—¡Calla, te he dicho! Esto es un no parar —dijo—, ¿te das cuenta, Escribano?, ¿no es eso lo que querías?, verlo tú mismo. Para ayudar a que la realidad cambie, hay que empezar por verla. Para esta gente, en el sueño del siglo XXI no hay otra cosa más que sol y hambre. Espero que lo sepas escribir bien y recuerda que la tierra que ahora pisas fue la de sus últimos pasos.
Safiyya se marchó con el resto de mujeres. Al otro lado, vi a un grupo de hombres con la policía militar rodeando a un anciano desconsolado. Un par de chavales se acercaron hasta donde yo estaba.
—¿Qué pasa? —les pregunté.
—Es el padre de Umaima —uno de ellos me comentó—. Se quieren asegurar de que no denuncie la muerte de su hija. Le harán firmar el certificado médico que especifica que ha sufrido un ataque al corazón —susurró—. Como siempre. Vivimos en una sociedad de sordomudos: prohibido escuchar y prohibido decir la verdad.
—Nuestro entorno está mudo y quiere olvidar lo que vive —añadió el otro chaval—. Nadie reconoce que la verdadera dignidad está en la memoria, no en el olvido.
—Sí —comenté—, es ese silencio que anula la esperanza, el deseado olvido, germen del círculo vicioso de la miseria.
Se marcharon y me dejaron solo con mis cavilaciones. Me encontré ante un dilema que únicamente lo podría resolver el azar. Metí la mano en el bolsillo, tomé una moneda y la lancé al aire. El sol me deslumbró, la moneda cayó al suelo, me agaché a recogerla y vi cómo había caído. La volví a meter en el bolsillo, me di la vuelta y volví a esa vida que tan poco me gustaba: la biografía de Antonio López Sánchez-Prado me estaba esperando.
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