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jueves, 1 de febrero de 2024

Notas desde la Villa de Candelaria (Tenerife). 19.- Duelo en el océano: un monólogo de muerte sin fin

 




Febrero 2024. Nro. 19

Siempre he sospechado que el amor, como la soledad o la amistad, están sobrevaloradas. Como el hecho de ir vestido con traje, o tener una carrera universitaria. No son más que excusas para no reconocer la poca importancia de nuestras vidas. De hecho, las cosas más decisivas de la vida suelen acontecer de un modo accidental.

En esto estaba yo reflexionando, cuando me topé con el indigente de Candelaria. Estaba, como era costumbre en él, tumbado al sol sobre un banco con un ligero babeo que le daba un aspecto bastante repugnante. Lo miré con detenimiento y recorrí mentalmente las historias que me habían contado de él, un conocido mecánico de la población. ¡Cómo se escapa el tiempo!, pensé. Algunos lo celebran a base de cumpleaños, otros, emborrachándose para olvidar.

Esta escena me obligó a retroceder en el tiempo. Cuando era otro y no imaginaba lo que he acabado siendo, un trozo de madera flotando en un mar caprichoso. En cambio, el que no fui se fue como si nada, sin avisar.

Di la vuelta, la soledad me llamaba. Me acompaña desde el día en que nací. Es la única que nunca me abandona, la que siempre regresa. Me senté sobre unas rocas del espigón y miré al océano. Tenía un semblante triste, no sabría explicar por qué lo sabía, lo intuía.

Atardecía, era el momento del crepúsculo, instante en que esos dos amantes, la Noche y el Día, intentan ser uno, pero solo consiguen rozarse sin alcanzar una unión plena. De ahí que el cielo sangre, herido, ante esa perpetua orden de alejamiento que sufre.

Era difícil escaparse de la mirada escrutadora del océano, testigo de la violencia que asfixia nuestra existencia. El oleaje venía muerto y seguía sin saber el motivo, aunque lo sospechaba. La desconfianza y el resentimiento están llenando el mundo de oscuridad. De repente, vi algo que flotaba, parecía un trozo de tela sin importancia que se acercaba, la poca luz que quedaba no me permitía distinguir qué era. Me agaché y con un palo lo acerqué hasta la orilla. Lo que encontré confirmó el duelo en el que vivía el océano: una kufiya, el típico pañuelo palestino, símbolo de lucha y resistencia de un pueblo que está siendo asesinado con total impunidad y la aquiescencia de nuestra clase política.



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