En el autobús, el individuo que va a mi lado con camisa de flores sube la mano para agarrarse a la barra del autobús. Lleva una pistola al cinto. Al fondo una adolescente con uniforme militar lleva con total normalidad un arma automática.
Minutos después, manadas de niños medio rapados salmodiando como autómatas, hombres adultos con sombreros negros y rizos venerando o lamentándose ante un muro mientras meten papelitos entre los espacios de los bloques de piedra que lo conforman. Pequeños papelitos que se pudren unos junto a otros. Las mujeres apartadas (¿repudiadas?) en otra zona de rezo.
Retrocedemos dos siglos y nos metemos en el barrio ultraortodoxo de Mea Shearim. Ellas vestidas con largas faldas rodeadas por su prole y con el pelo tapado con un pañuelo (no solo se tapan las mujeres musulmanas) o con una peluca. Ellos vestidos con chaqueta larga negra (bekishe), sombrero bajo (biber hit), largas barbas y tirabuzones en el pelo (peyéh o peot). Al cruzarnos, se apartan de nosotros no vaya a ser que las mujeres que nos acompañan vayan a 'ensuciarlos' en caso de que tengan la menstruación.
Ellos son los que interpretan la religión del siglo XXI.
