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viernes, 1 de agosto de 2025

Notas desde la Villa de Candelaria (Tenerife). 39.-La noche y el ascensor

 









Hace unos meses, durante una de esas tormentas que ahora llamamos DANA, la ciudad se quedó a oscuras. Esa noche, quizá debido a la humedad, un fusible se fundió no solo en el sistema eléctrico, sino también en nuestras vidas. Sobre todo en la mía, porque me quedé encerrado en el ascensor panorámico de la empresa en la que trabajo.

Tal vez se pregunten qué hacía yo ahí a esas horas. Resulta que soy el responsable de mantenimiento en horario nocturno y, debido a la reducción de personal, o como se llama ahora, ‘optimización de la fuerza laboral’, estaba completamente solo.

Desde el vidrio que rodeaba la cabina, viví la inmensidad del apagón con una intensidad extraña. La oscuridad me consumía y se apoderó de mí de forma rápida e inesperada. La ciudad, sin sus puntos de luz habituales, se tornó irreconocible, un agujero negro, un contorno misterioso que ni siquiera se reflejaba en los paneles de vidrio a mi alrededor.

De repente, la cabina cayó un piso de golpe. El estómago se me subió hasta la garganta, y me doblé de miedo. Un sabor a bilis repentino me impregnó el paladar. Desde la inmensidad y profundidad del negro total, el sonido puntual e imprevisto de la maquinaria se convirtió en un estruendo en medio de ese denso silencio, solo se distinguía el eco jadeante de mi propia respiración.

No sabía si lo que sentía en ese momento era miedo o sorpresa. Solo sé que me apreté, como por instinto, contra el vidrio porque necesitaba sentir el roce de algo con mi piel para no sentirme solo.

Los segundos se alargaron, el tiempo en el ascensor se volvió un paréntesis infinito. Sin horizonte al que mirar, quedé aún más desorientado, y seguí notando cómo la angustia se apoderaba de mí.

Entonces, como un presagio, el amanecer asomó tímidamente a través del borde del vidrio y una delgada línea de luz reveló de nuevo la ciudad y sus formas familiares. La cadencia de mi respiración se fue tornando regular hasta que el sobresalto debido a una voz metálica retumbando desde el altavoz del ascensor me infartó:

—¡Hola! ¿Hay alguien encerrado ahí?

No pude contestar. Emití unos sonidos ininteligibles y me desmayé. Después, no recuerdo nada más. Desperté en esta cama de hospital, tras haber padecido un ataque al corazón en la cabina del ascensor, según me dijeron.


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