Noviembre 2023. Nro. 16
El océano de Candelaria en otoño, rumiando en las playas y canturreando en el muelle, adormece a las barcas. Está lleno de modorra hasta la línea del horizonte.
Es lunes, el puerto huele a lejía, petróleo y desinfectante. La brisa está aún lejana, como la lluvia. Desde el balcón, distingo a una mujer que camina cansinamente a lo largo del muelle entre barcas de color azul, de madera podrida y esponjosa, postes para colgar redes desgastadas, cestas de pesca y bidones vacíos de gasoil. Mientras ella avanza hasta la punta del espigón, yo voy sorteando las copas de las palmeras de la playa que se interponen en mi visión. No es joven, tampoco vieja. Se nota por la vacilación, lentitud y cadencia de sus andares. Me gustaría ver su cara, sus ojos.
Allí está él, junto a un cesto con aparejos de pesca y anzuelos, escondido tras unas volutas de humo. Detrás, la imagen de una isla opaca y polvorienta, que no se decide a mostrarse. Ella se le acerca, él se encoge de hombros y agarra la bolsa que le deja, la inspecciona. Creo que son castañas. Se ríen. De repente, la caña se mueve, tira de ella y un pececillo brilla en el aire. Ella se aparta observando la lucha agónica de quien busca con desespero aire fuera del aire, en el agua, y le da un puntapié devolviéndole a su hábitat natural. Él alza los brazos en señal de protesta, ella se gira y, con una sonrisa en los labios, deshace el camino andado.
Viendo la escena, recuerdo la frase de Pepe Mujica cuando dijo que los «derrotados son sólo aquellos que bajan los brazos y se entregan». Ahora, satisfecho, solo noto mi propio sudor otoñal recorriendo mi cuerpo.
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