Relato publicado el 15 de marzo de 2022 en la revista mexicana Aion: https://aion.mx/literatura/un-cuento-chino
Pincel y agua
bailan al son del viento.
Gritan libertad.
He mantenido mi palabra. Después de haberle fallado, se lo debía por nuestra amistad. Xiao Sān Bï Chù me pidió en una nota encontrada en mi buzón, mantener silencio respecto a nuestra amistad hasta dos años después de su partida. Quería pasar desapercibido. Eso he hecho.
Xiao, de 47 años, y yo nos conocimos gracias a nuestra común afición a la caligrafía y cultura tradicional china. Él trabajaba detrás del mostrador de un bar en la calle Muntaner, en el barrio de la Esquerra de l’Eixample de la ciudad de Barcelona. Era un bar relativamente alejado de mi domicilio, pero como era uno de los pocos bares con un buen café, iba allí con cierta asiduidad.
Era una persona tímida en su forma de hablar. Fuera por su nombre o por sus movimientos, me recordaba a un sabio chino, aunque Xiao era simplemente un chino más que emigró de su país acompañado de su madre en busca de una vida mejor. Vendió unas propiedades en China y eso le permitió pagar el traspaso de un pequeño bar en Barcelona.
Al principio, casi ni me fijé en él. Me sorprendió que la mayoría de los clientes se dirigían a él con el apodo de Bicho, y yo era el único que intentaba llamarlo correctamente por su nombre, tarea harto difícil por la dificultad de la pronunciación del chino. Xiao era delgado y de huesos extremadamente pequeños, con el pelo corto. Vestía al estilo Mao con camisas de cuello mandarín. Era un individuo con dos personalidades complementarias entre sí: chistoso, amable y sonriente con los clientes del bar que se reían ante su incapacidad de pronunciar bien las erres, y un artista muy completo e intelectualmente interesante en la trastienda; conocedor en profundidad de la poesía y las tradiciones del pasado clásico chino. Esta segunda faceta solo me la mostraba a mí desde el día que supo de mi afición por la caligrafía china y por el hecho de haber traducido varios libros de un escritor con influencia budista zen. A partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más. Me había convertido en alguien interesante y distinguido ante los ojos de Xiao, incluso empezamos a hacernos bromas, la mejor muestra de una buena amistad, y me habló, o mejor dicho, mencionó de pasada la existencia de una mafia china de la que nadie se podía aislar.
Él también se consideraba un artista y vio en mí a un aliado en medio de aquel páramo cultural representado por los parroquianos de su bar. A mí también me gustaba su compañía y muchas veces iba y me olvidaba de hacer una consumición, simplemente hablábamos. Para mí representaba un lujo poder hablar con un sabio poeta y calígrafo, no con un erudito pedante occidental.
—Shifu, ¿gustar ver caligrafías? —me preguntó con gran entusiasmo e ilusión.
—¿Shifu?, ¿qué significa eso?
—Shifu ser ‘maestro’.
—¡Ah! ¡Me siento honrado! Por supuesto que me encantará ver tus caligrafías, será un honor —contesté—, pero no te dirijas a mí como Shifu, por favor.
—No ser posible, Shifu. Tú Shifu como árbol, viento, tierra, silencio.
Decidí no llevarle la contraria. El bar cerraba los lunes. Quedamos para el lunes siguiente. No puedo negar mi ansiedad porque pasara rápido esa semana. Cuando llegué ya me estaba esperando con nerviosismo. Me abrió la puerta junto a la persiana del bar con una amplia sonrisa y me acompañó a la trastienda.
—Buenos días, Shifu. Pasar, pasar —dijo, indicando la dirección.
Entré, atravesé una sala separada por un biombo de bambú que dejaba entrever una sombra sentada. En aquel entorno, me sentí transportado a la China profunda. Su estudio era un espacio inimaginable desde el exterior donde fluían energías internas invisibles transformadas en trazos. Colgados sobre maderitas horizontales del techo estaban sus pinceles, hechos a mano por él mismo. Las paredes estaban forradas de corcho donde había multitud de caligrafías clavadas con chinchetas a la espera de ser encoladas. El color reinante, más allá del negro de la tinta, era el rojo. No me sorprendió del todo porque yo ya sabía que el rojo en su cultura representa la buena suerte, la felicidad, el entusiasmo, la pasión y la justicia. Es más, se cree que el rojo es capaz de ahuyentar los males y atraer prosperidad. Durante un rato nos quedamos sentados sin decirnos nada. La estela del humo de nuestras tazas de té era lo único que se movía entre nosotros.
—Mirar, mirar aquí, Shifu —me decía con cara de admiración y esperando a ver mi reacción.
Me enseñó multitud de carpetas con caligrafías y dibujos diversos hechos a lo largo de los años.
—Ser obra vida —dijo como si ya estuviera al final de la misma.
—No hables así, Xiao, vas a hacer muchos litros de tinta todavía —le dije—. Esto es impresionante, y pensar que tú me llamas Shifu a mí cuando tú sí lo eres de verdad.
—Shifu, tú —dijo—. Todas mañanas, antes abrir bar, hacer yoga chino, no indio. Después, sentar frente tintero, dar vueltas barra tinta. Silencio. Meditar.
—Supongo que lo haces para ir pensando qué vas a hacer con el pincel y pillarle el ritmo al nuevo día. ¿Consigues realmente la sensación de vacío, de silencio interior para poder pintar y aguantar a los clientes del bar?
—Sí, Shifu entender bien —dijo con una sonrisa entre vergonzosa y repetitiva.
Tan pronto como ese líquido negro y viscoso había adquirido la negrura necesaria pintaba durante una hora todo aquello que le venía a la mente. Tenía un montón de carpetas con sus pinturas sobre papel de arroz apiladas en posición horizontal. Estaban clasificadas por años. Yo no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue de desconcierto ante lo mostrado. Me había quedado mudo, no se me ocurría qué podía decirle a Xiao; así que continué pasando hoja tras hoja boquiabierto. Él, sereno, me miraba con su permanente sonrisa angelical.
—Shifu, demasiado deprisa —me interrumpió—. Así no entender, ir más despacio. Personas juzgar por ojos, no por inteligencia. Todos poder ver, pocos comprender lo que ver. Ver es pensar.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca se consigue ver nada. Cogí otra carpeta y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, observé las variaciones en los trazos a medida que avanzaban los años: un poco temblorosos al principio, posteriormente eran más serenos y firmes, más duros y violentos al final.
Abrí una carpeta más reciente. Era de hacía un año. Esas caligrafías las contemplé desde una óptica más activa, me sumergí en la pintura hasta lograr captar su ritmo interno, un ritmo capaz de mostrar el alma del calígrafo, de Xiao, su vibración interior. Me preocuparon.
—Estas caligrafías son diferentes, Xiao —le comenté—. Las veo más pesimistas, tienen un trazo rabioso, falta serenidad. ¿Te pasaba algo cuando las hiciste?
—No, Shifu —me contestó sin poder ocultar una nube de preocupación que le enturbiaba los ojos—. Tranquilo, todo pasar como agua río —dijo, como si hubiera estado leyendo mis pensamientos.
No sabía a qué se refería. Pero aún recuerdo la frase utilizada cuando nos despedimos ese día, «pintar ser manera de respirar, vivir así imposible». Desde ese día Xiao y yo comentamos su obra muchas veces.
*
Era martes y el bar seguía cerrado. Me extrañó, pero como tenía prisa no llamé a la puerta, «se debe de haber quedado dormido, pensé con extrañeza». Al día siguiente, miércoles, la persiana seguía bajada. Me preocupé. Me acerqué a la puerta y llamé. Nadie contestó. Deduje que no había nadie, pero lo intenté otra vez para asegurarme. Esperé un poco más y, en el preciso momento en el que estaba a punto de marchar, oí el sonido de unos pies arrastrándose con lentitud y dificultad hacia la puerta.
—¿Ni hao? —dijo una anciana.
—¡Hola, soy amigo!
—¿Xiao? —preguntó esa voz temblorosa, y luego abrió la puerta.
Era su madre, una mujer arrugada, delgada y pequeñita. Tenía dificultades para moverse. Llevaba unas gafas con muchas dioptrías, por el grosor del vidrio. A pesar de llevarlas puestas, noté que no veía bien.
—Xiao —exclamó con lágrimas en los ojos.
Abrió los brazos para abrazarme, y antes de darme cuenta, empecé a abrazarla yo también.
—¡Hola! ¡Ni hao! —dije.
No sé por qué lo hice. No tengo ni idea. No querría decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente lo hice, aquella anciana me abrazó delante de la puerta y yo la abracé a ella. No la saqué de su error, me daba pena, yo no quería engañarla. Parecía un juego aceptado por los dos. Noté que aquella mujer sabía que yo no era su hijo Xiao. A pesar de su decrépita apariencia, era capaz de distinguir la diferencia entre un extraño y su propio hijo. Pero era feliz fingiendo, y decidí seguirle la corriente.
Entramos en la casa. Me hablaba y no la entendía. La seguí hasta detrás del biombo donde había una tetera humeante junto a una orquídea a la que se le habían caído todos los pétalos de sus flores rojas. Estaba seca. Me sirvió una taza de agua caliente como si fuera una infusión. Yo esperaba la aparición de Xiao para aclarar el malentendido porque a cada una de sus preguntas, yo no sabía qué contestar. No la entendía y parecía que a ella no le importaba. Cuando terminamos de beber el agua caliente, tuve necesidad de ir al baño. Me disculpé y me dirigí al que había en el pasillo. A partir de ese momento, mi vida se transformó en un torbellino de fuertes sensaciones sin control de las que aún hoy no me he podido recuperar. Ya era bastante extraño hacerse pasar por su hijo, pero lo que ocurrió luego fue una verdadera locura.
Entré en el cuarto de baño, miré alrededor y vi un montón de estanterías con libros de caligrafía y filosofía china, libros de Confucio, François Cheng, Gary Snyder y unas fotocopias en el suelo con una entrevista a una calígrafa que yo también conocía, Tere Vila Matas. Junto al lavamanos había un librito en el suelo, lo recogí, El cuento de Navidad, de Paul Auster. No sé el motivo, pero me lo metí en el bolsillo; a diferencia de los otros, era un librito de segunda mano, se notaba. Detrás de la cortina de la ducha, vi una sombra. Descorrí la cortina hacia un lado y un cuerpo inerte colgaba del gancho del techo: era Xiao. Sin pararme a pensar, corrí la cortina para tapar esa imagen y me dirigí al cuarto de estar. La anciana se había quedado dormida, creo, en su butaca. La miré y me fui del apartamento. Su taza estaba en el suelo, rota.
*
Pasé dos días sin salir de casa, sumido en un pozo negro hasta que sonó el timbre de la puerta.
—¿Quién es? —grité.
—Buenos días, le vengo a ofrecer una oferta de una operadora de móvil china que no podrá rechazar —oí a través de la puerta.
—¿China? —pregunté—. No me interesa, gracias —contesté sin poder reprimir un grito—. ¡Xiao!
Esa llamada a la puerta me transportó brutalmente a la realidad. A medida que recordaba, me fundía en un universo surrealista sin pies ni cabeza. Me metí en la ducha. Ese chorro de agua me devolvió al presente, estaba horrorizado, los recuerdos ya se estaban alineando, empezaban a tener sentido. Salí, me sequé y me sentí mareado. Me puse los pantalones y noté algo en el bolsillo: el libro de Xiao. Me estremecí de cobardía. Tenía hambre. Entré en la cocina y abrí una lata de atún, me la comí directamente con un trozo de pan duro. Me puse un vaso de leche y la escupí en cuanto la probé, tenía un olor desagradable. Se había cortado y estaba amarga. La cocina daba pena. Bajé las escaleras de dos en dos, salí a la calle y corrí hasta el bar. Estaba cerrado. Golpeé la puerta de su domicilio. Me sentía tan mal por haber marchado de aquella manera; me acobardé. Me abrieron la puerta sin dejarme entrar. La anciana ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el domicilio había un comercial de una inmobiliaria de un banco y no sabía decirme dónde estaba.
—Probablemente haya muerto —dijo con frialdad.
—¡Muerto!, ¿por qué?, ¿qué ha pasado? —pregunté.
—Yo no sé nada —contestó y me dio con la puerta en las narices.
Salí, vi restos de caligrafías mezcladas con escombros en un contenedor de la calle. Necesitaba respuestas. Deambulé sin saber qué hacer. Tenía el librito que cogí de su baño en mi regazo; recordé y reinterpreté las palabras de Xiao sobre la amistad, «comporta entender miradas, interpretar silencios, perdonar errores, guardar secretos, prevenir caídas y secar lágrimas». También me habló sobre la muerte, «el poeta es aquella persona a la que no puede sorprender la muerte, puesto que ha asumido un lugar imaginario dentro de ella mediante sus poemas». Ese libro y sus reflexiones fue la herencia de Xiao, junto a la vergüenza de una huida sin sentido.
*
Entré en la biblioteca del barrio y me dirigí a la sección de periódicos. Miré la prensa. Allí estaba la noticia de las muertes de Xiao y de su madre sentada en el sofá junto a una taza de té. Los prejuicios, el racismo, la burocracia y unas deudas con los bancos y con la mafia china que se multiplicaban le llevaron al suicidio. Xiao se quitó la vida como forma de expresión en sí misma, "una protesta en silencio". Le mataron entre usureros codiciosos, permisos, pólizas, un supuesto exceso de celo municipal en el cumplimiento de las normativas vigentes y miradas hacia otro lado. 47 años de vida amarilla desaparecieron a manos de una burócrata muerte blanca.
Xiao Sān Bï Chù había hecho una inversión millonaria y no podía devolver el préstamo al banco a pesar del dinero prestado por la mafia china. Con el permiso provisional empezó a trabajar, pero fue cerrado en dos ocasiones: la primera a principios de año y la segunda después del verano, cuando ya tenía la licencia municipal en regla. Xiao fue multiplicando sus deudas y el bar seguía cerrado por temporadas. Los vecinos se quejaban del olor a comida, a pesar de que había reforzado la chimenea de salida de humo y había hecho otras reformas para disiparlo más rápido. Incluso le denunciaron por haber hecho esas obras de mejora sin consultar a la comunidad de vecinos.
Ante el suicidio de Xiao, el ayuntamiento explicó en un breve e insultante comunicado que había seguido en todo momento los procedimientos legales y que «lamentaba profundamente los hechos ocurridos».
*
Antes de salir hacia el estudio, me di cuenta de que había pasado el cartero por el edificio porque sobresalían los sobres de los buzones de algunos vecinos. Abrí el mío y encontré una carta. «¡Qué extraño!, ¿quién escribe cartas hoy en día?», pensé. Era de Xiao. No me atreví a abrirla en ese momento. Salí del edificio, tomé el metro y me fui pensativo. Llegué y me senté a hacer tinta. Girando la barra de tinta sobre la base del tintero, de repente, vi reflejada la cara de Xiao en la tinta que reposaba en el fondo, en ese líquido negro en el que se había convertido la barra mezclada con agua.
—Pintar y crear ser auto-transformación para alcanzar serenidad vida —me decía Xiao en un susurro que solo yo podía oír.
A la orquídea que estaba pintando le cayó, entre trazo y trazo, un delicado pétalo de sus flores rojas. «Otra frágil e inocente muerte», pensé.
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