15 octubre 2024. Nro. 29
Desde mi balcón, veo un perro. Va solo, camina despacio y va husmeando la tierra a su paso mientras busca algo, así como yo husmeo entre las palabras en busca de significado.
En esa búsqueda, encuentro un horizonte de tres gamas de color a las que no sé poner nombre. Cerca de mí, el color de las palmeras, verde amarillento, dicen. Detrás, el color que todo el mundo asocia al mar y allí, a lo lejos, tras la calima, el macizo de Anaga con sus múltiples tonalidades que no llego a distinguir.
Mantengo los ojos bien abiertos y esbozo una leve sonrisa, con la esperanza de recibir otra a cambio, que no llega porque estoy solo en el balcón, mientras sigo contemplando Anaga. En ese breve instante, noto cómo una vena en mi cuello late con lentitud, al tiempo que la tarde se va perdiendo y se mezcla con el inicio de la noche.
Aquí y ahora, en la oscuridad, me debato entre la envidia y los celos. Sí, celos por querer conservar, solo para mí, la imagen que tenía hasta hace un momento de Anaga, que se desvanece, o envidia por aquellos que pueden disfrutarla ahora.
No me aclaro. La vena palpita de nuevo, el sudor empapa mi camiseta. El hecho de que Anaga, en este momento, quiera compartir una confidencia nocturna conmigo aviva en mí el deseo de una intimidad más próxima. Me susurra sobre la importancia de la lluvia horizontal que alimenta al macizo y le ayuda en el mantenimiento de sus constantes vitales, especialmente durante los meses de verano.
El recuerdo de su exuberancia me transporta a paisajes más propios de historias fantásticas que de un territorio volcánico. Sospecho, porque no lo puedo ver, que sus montañas se precipitan con nocturnidad y sin previo aviso sobre el océano. Una caída que da vida a un ecosistema mágico alimentado por la bruma del Atlántico que limita la evapotranspiración, el proceso por el cual las plantas liberan agua al aire en forma de vapor y se pierde en la superficie de la tierra debido a la evaporación.
A regañadientes, me voy a dormir, no sin antes poner el despertador bien temprano. Al amanecer, observo cómo esa neblina atlántica abraza el macizo de Anaga ayudada por los alisios, revitalizando sus cumbres y laderas para que florezcan los bosques mágicos de laurisilva. Aunque sé que si no somos capaces de respetar y defender esta magia de la naturaleza, corremos el riesgo de convertir nuestro archipiélago en uno de los más afectados por el aumento de la aridez.
La entrada anterior: Notas desde la Villa de Candelaria (Tenerife). 28.- Las sonrisas de Candelaria
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