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jueves, 20 de octubre de 2022

La casualidad más bonita que llegó a mi vida

 



Relato publicado en la revista mexicana Aion el 27 de septiembre de 2022: https://aion.mx/literatura/cuento/la-casualidad-mas-bonita-que-llego-a-mi-vida



Introducción


Amor platónico es el concepto de amor al que se refiere el filósofo griego Platón en su obra El banquete. Para él, el amor es algo básicamente puro y desprovisto de pasiones, puesto que estas son esencialmente ciegas, materiales, efímeras y falsas. El amor platónico es un sentimiento de amor idealizado, donde el elemento sexual desaparece; un amor a distancia, donde el objeto del amor es el ser perfecto, que posee todas las buenas cualidades y ningún defecto. 


I


Era un sábado soleado: el día internacional de la liberación de los libros. «Hay días internacionales para todo», pensé, «pero este al menos es interesante». Estaba esperando a mi mujer en la calle Borrell, y vi un anuncio en una librería: Hoy liberamos libros entre 1 € y 2 €. «La cultura ya no se cotiza», reflexioné. Entré suponiendo que, como siempre llega tarde, no pasaría nada si hoy me esperaba a mí.

Una vez en el interior, empecé a rebuscar entre las cajas de libros, algunos ya los tenía, otros no. Uno de ellos me llamó la atención, Cuando fui mortal, de Javier Marías, una selección de cuentos breves. «No lo tengo», pensé. Atesoro prácticamente toda su bibliografía, pero este me falta. Me encantaba como escritor, no tanto en su faceta de columnista, últimamente era muy cascarrabias y su compañerismo con Alatriste era, las más de las veces, un poco casposo. Pagué los 2 €, lo metí en el bolsillo y marché a buscar a mi mujer. Allí estaba, esperándome. No me dijo nada por el retraso y menos cuando me vio salir de una librería. 

Bajamos con tranquilidad hasta el Mercado de Sant Antoni para hacer la compra de los sábados por la mañana: pescado fresco, fruta y verdura directamente de los payeses. Hay un ritual no escrito los sábados de mercado que nuestros pies siguen de forma mecánica: pasamos por el punto verde y dejamos lo que llevamos para reciclar, entramos en el mercado a comprar, primero, la fruta y verdura y, a continuación, la carne y el pescado. Entre medio de las paradas, nos tomamos un café en el bar de la encrucijada. Nos gusta ese sitio porque tiene menús para jubilados. Todo un detalle. Una vez acabado el café, seguimos comprando lo que nos falta, damos media vuelta y volvemos por donde hemos venido. Así casi cada sábado. 

Ese día en concreto, al pasar de nuevo por delante de la librería, me toqué el bolsillo. Comprobé que aún llevaba el ejemplar de Marías. Llegamos a casa, lo dejé sobre el sofá y guardé la compra. Preparé la comida mientras mi mujer ponía la mesa. Comimos en la terraza, hacía buen tiempo y siempre resulta más agradable. Cuando acabamos, nos hicimos un café cortado y cada uno se sentó frente a su ordenador a trabajar. Yo cogí el libro y fui a guardarlo en la estantería. Cuando llegué a la M de Marías verifiqué que ya lo tenía en una edición diferente. «Bueno, no pasa nada», pensé. Es una señal del destino para que lo vuelva a leer. No lo dejé y me lo llevé al comedor. Me senté en el sofá y lo abrí. Tenía una anotación en la primera página: Barcelona, 22 de junio de 1997, domingo, María Feijoo Aresti. 


II


En estos momentos de confinamiento por el virus chino, tal y como lo bautizó Trump, el tiempo no pasa, no fluye, solo está, sin más; acompaña al tedio reinante. Unas veces lees, relees y sigue ahí, fijo e inmutable; en otras ocasiones, el hastío te lleva a ser tan perezoso que apenas lees. Te sientas, te levantas, bostezas, consultas el móvil, miras la televisión, ordenas papeles, revistas, … hasta la saciedad. Vegetas rodeado de una tranquilidad amenazadora, un peligro silencioso, inodoro, incoloro e insípido. Entonces, en un rincón del comedor, bajo una pila de revistas, veo el libro de relatos que compré hace un par de semanas. Me sorprende la anotación con el nombre de la propietaria y la fecha exacta de su adquisición, incluso el día de la semana. Una mujer generosa que le dio una segunda vida, lo liberó de la prisión de una estantería. Nunca antes lo he hecho, pero creo que podría haber sido una actitud muy de Marías investigar quién es María Feijoo Aresti; incluso ese nombre podría ser un personaje de novela de Marías. Así lo hago. Enciendo el ordenador y tecleo su nombre en internet. 


María Feijoo Aresti: Licenciada en Periodismo y formada en los seminarios de escritura dramática de la Sala Harold Pinter de Madrid. Se inicia en el mundo del teatro trabajando para la productora teatral La butaca. Allí encuentra a maestros y maestras de vida y arte que le enseñan leyes no escritas que aún mantiene vivas hoy. En 1998 estrena la pieza de radioteatro ‘Mi vida’, y en 2001 ‘El sueño’ se representa en formato de lectura dramatizada en la Sala The Players de Nueva York. Ha estrenado más de veinte de sus creaciones dramáticas. Es poeta a tiempo completo.


Me interesa su perfil. ¡Qué casualidad! Una periodista, escritora, poeta y dramaturga. Sigo leyendo:


La finalidad de la escritura dramática de María Feijoo Aresti es el encuentro con la verdad de la condición humana. Sus obras están escritas más desde el impulso que desde el cálculo estructural del texto. Suele ir a sus historias y personajes desde el no saber. Tosquedad, imperfección, violencia, pérdida, expulsión brusca del paraíso, locura, muerte, enamoramiento y desamor, perdón, inocencia, compasión, sentido del humor y mujeres son algunos de los rasgos o características que recorren los textos que ha escrito. Mantiene viva la esperanza de alcanzar una nueva línea dramática del aquí y el ahora.


Encuentro toda esa información en la primera entrada de su nombre en Google. Paso a la segunda, tiene un título sugerente: Soy lo que estás buscando. No lo dudo ni un instante, no sé si me lo dice a mí, pero decido continuar la búsqueda. Lo primero que destaca en la web es su foto. Una expresión directa te mira a los ojos y te señala con el dedo mientras dice: 


Escribo teatro para soportar el mundo y comprender mejor la condición humana. 


Parapetada tras las gafas, continua: 


A veces no queda más remedio que pasar a la acción y dirigir tus propios proyectos. 


«De acuerdo, pero yo no te he preguntado nada», contesto a la pantalla del ordenador. Su pelo castaño, lacio y ligeramente despeinado le cae hasta sobrepasar los hombros. Sigue dándome información no solicitada, me confirma que es una poeta de composiciones a medio camino entre el poema y el pensamiento, para acabar aclarándome su gusto por el género de la entrevista y la crónica. Dos apuestas distintas de ver la realidad y sobrevivir en tiempos difíciles. Esa confesión de buenas a primeras me sorprende, pero demuestra que María es una mujer de armas tomar, con un carácter decidido, hecha a sí misma y a la que no le han regalado nada. Un anillo de caoba, destaca en el dedo meñique de su mano derecha. Su mirada me ignora en este momento, se dirige hacia otro lado, pero sigue escondida tras sus gafas de concha. No me mira directamente y, a pesar de no conocernos de nada, decide sincerarse:


Soy licenciada en Periodismo. Dramaturga que interpreta, intérprete que escribe. Directora y escritora por necesidad. Titiritera de las artes escénicas y de la vida cotidiana. Funambulista de la locura más creativa, contadora de historias con corazón y vestal de la palabra. 


Su media sonrisa me tiene intrigado, ¿se ríe de mí o del mundo? Su rostro, fijo y móvil en la pantalla del ordenador, parece llenarse de expresiones involuntarias, alegres, todas ellas. El día que le hicieron esas fotos tuvo que ser un día especial. No hago mucho más. Me voy a dormir, no sin antes despedirme de ella. «No me olvidaré de ti. Buenas noches, María». 





III


Por la mañana, después de desayunar, me conecto desde el móvil para darle los buenos días. Recuerdo que he soñado con ella. En el sueño, me he quitado la mascarilla en la oscuridad, le he mostrado mi rostro y he mantenido la distancia. Vuelvo a entrar en su página web y sus fotos pasan de un lado a otro. Consigue marearme. Creo que esos cambios de pantalla muestran una María dubitativa; su seguridad trastabilla ligeramente, duda unos segundos y me mira con reservas, desconfía de mí, está en silencio. Eso me sorprende, porque no considero que le haya hecho nada para tener esa desconfianza, al menos a estas alturas. Su actitud evidencia que todavía no somos amigos, sin embargo, ya hay una cierta complicidad, incipiente. Me ha hecho sonrojar. Por fortuna, ella no puede verlo, algún día se lo explicaré. Por su biografía no parece estar casada ni tener hijos, no obstante, nunca se sabe. Se encuentra en una edad en la que ya lleva mucho recorrido, aunque aún le queda media vida por delante. Los ámbitos culturales por los que se ha movido indican una biografía con ciertos apuros económicos superados a base de entrevistas y algún que otro bolo por ahí. Como todas las personas que intentan vivir de la cultura en este país.

Ya llevamos dos días juntos y decido enviarle un correo electrónico. «No creo que me responda, pero aun así lo haré», pienso. Me armo de valor y se lo envío: 


María,

Estoy leyendo el libro de cuentos de Javier Marías, ‘Cuando fui mortal’, que te perteneció.

Te lo compraste el domingo 22 de junio de 1997.

Yo lo volví a adquirir de segunda mano en una librería de la calle Borrell.

Los libros son pequeños universos que alquilamos por ratitos, y al haberlo alquilado tú y, poco después, yo, ese universo en concreto ya nos pertenece. Sin conocernos, ya tenemos algo en común.

Gracias por liberarlo y darle una nueva vida.

Saludos, salud y paciencia.

Santi


Han pasado tres días sin respuesta. Me ignora, pensará que soy un acosador. Esperaré un poco más. La paciencia es la madre de la ciencia, dicen… Cinco días. No puedo hablar con ella en persona por culpa del Covid-19 y el maldito confinamiento al que estamos sometidos. Tampoco me ha contestado al correo electrónico. Eso no me gusta. A su favor, he de reconocer que no es muy normal lo que he hecho. Es difícil hacer creer a nadie que este aproximamiento literario es simplemente fruto del aburrimiento de estar tantas horas en casa, siendo testigo del recuento diario de víctimas de esta pandemia universal. Si no me contesta, una vez haya acabado esta reclusión y la vida vuelva a las calles, iré al primer evento en el que participe. Así el enigma se aclarará. 

He visto por Youtube el estreno de una de sus obras de teatro. Se la veía un poco nerviosa, hasta que el público empezó a aplaudir la obra. La directora estaba presente e introducía a los actores y actrices junto con la autora del texto, María. Allí la vi, por primera vez, inmóvil, en su sitio. Aparenta ser más joven de lo que es. De hecho, se conserva bien. Iba vestida con una camisa de flores, unos pantalones tejanos ajustados y bambas, estilo básquet, de color rojo. Esperaba su turno para hablar mientras hacían las presentaciones de los actores y actrices una vez acabada la representación. Su actitud era de espera, miraba a ambos lados, al escenario. No sabía cómo poner las manos, parecía que le molestaran. Le sonó el móvil y todos rieron. Ese detalle, curiosamente, la relajó. Su cara se le iluminó con una gran sonrisa y las manos encontraron su espacio y se pusieron a aplaudir al público que reía.

Por hoy, ya he tenido suficiente. Es un avance, la he visto y he decidido escribirle un segundo correo electrónico. Lo he programado para que se envíe por la mañana. Me voy a dormir. No me la puedo quitar de la cabeza. 


IV


Mientras me estoy duchando, recuerdo el extraño sueño que he tenido. Entre nubes de humo, he visto salir a María del teatro, está parada en la puerta. Su figura se desvanece entre las sombras de la noche, parece estar esperando a alguien en vano. Se aparta cuando algún transeúnte pasa junto a ella. Hay un momento en que su mirada, lejana, se cruza con la mía, se queda inmóvil durante unas micro centésimas de segundo. Somos conscientes de ese encuentro. En mi sueño, yo me voy porque reconozco que a esa hora y en esa situación, el hecho de quedarme mirándola solo conseguirá ponerla nerviosa y eso es lo último que pretendo. Saco el móvil y busco una moto compartida. Ella sigue con la mirada fija hacia donde yo me encuentro, inquieta. Noto cómo escruta mis movimientos y se relaja en cuanto ve que me voy. Llego a casa. No cojo el ascensor, subo los escalones hasta el rellano de mi vivienda, el corazón me late a toda velocidad y me tiemblan las manos. Al salir de la ducha y después de secarme, preparo el desayuno, me siento frente a la taza de té y el bol de cereales. Enciendo el ordenador y miro la bandeja de entrada. No me ha escrito. Abro la carpeta de spam y ¡bingo!, ahí tengo un mensaje suyo. Doy un respingo, me doy cuenta de que me había olvidado revisar esta última bandeja. Me contestó a vuelta de recibo de mi primer correo y yo, estúpido, no la había mirado hasta ahora:


Qué mensaje más bonito, Santi.

Hace tiempo que no leo a Marías, pero su literatura me ha proporcionado grandes momentos.

Me gusta la idea de compartir un universo con un desconocido.

Gracias por escribirme.

Suerte, salud, ánimo y paciencia.

María


A partir de ese día, cada mañana al despertar, me digo a mí mismo que falta un día menos, otras veinticuatro horas de confinamiento a superar. No sé exactamente cuándo empecé a infundirme ánimo de esta forma, ni me acuerdo de cuándo empezó toda esta pesadilla. Pero ahora tengo un aliciente. Voy a escribirle, a iniciar una relación epistolar que nos hará olvidar este virus que infecta todo a nuestro alrededor. Esperanza en medio del caos. Cuando esté más calmado me volveré a poner en contacto con ella. 

Sin saber cómo, me quedo adormilado en el sofá y hasta sueño que regreso a casa caminando despacio; aún no ha anochecido del todo. Me duelen los pies. He estado esperándola a la salida del teatro para verla y no lo he conseguido. No sé por dónde se ha marchado. Voy a prepararme un baño bien caliente y quedarme un buen rato allí. Le escribo un nuevo correo.


María,

Gracias por contestarme. Me ha alegrado encontrar tu mensaje. Estaba en la carpeta de spam, perdóname por esta negligencia. No leas mi anterior correo, lo escribí sin haber leído el que me habías enviado.

Es extraño, ahora leo cada cuento del libro de Marías pensando en ti. Perdona mi atrevimiento, pero es así. Me parece conocerte desde siempre.

Espero no molestarte con lo que te digo y que me respondas. Será una manera diferente de pasar estas horas de reclusión, ¿no crees?

Salud y paciencia

S.


He encontrado otra grabación de Youtube. No me gusta la forma de mirar de María a la directora de la obra de teatro. Parece estar en éxtasis, una mirada de adoración que no es agradable de contemplar, menos aún cuando la que adora es alguien a quien se tiene aprecio. ¿Tendrán un lío entre ellas, serán pareja? Esto es nuevo para mí: los celos. 


Hola, S.

Estoy acabando una nueva obra de teatro. Estoy muy ilusionada.

Me halaga que leas los cuentos pensando en mí. Pronto podremos compartir nuestras impresiones. Te propongo que sea en el café junto a la librería donde lo compraste, el bar Alegría. Bonito nombre en esta época tan vírica, ¿no crees?

Deseo que ocurra pronto.

Ánimo y paciencia

M.


Esa respuesta ha desencadenado un envío de correos electrónicos que ha ido forjando una amistad epistolar y unas ansias, al menos por mi parte, de acabar el confinamiento para conocerla en persona. Solo la he visto por internet y eso es demasiado frío e impersonal.


Hola, María,

Hoy me he sobresaltado leyendo un cuento en el que el personaje se suicida. ¿Qué opinas de la muerte por suicidio?

A continuación, te soy sincero, me he puesto a reír pensando en lo que a veces me has respondido en nuestras conversaciones en sueños: ¡Tienes unas salidas!

Sí, me ruboriza decírtelo, pero sueño contigo.

Te dejo ahora, no puedo seguir, ya me he sincerado demasiado.

Salud y paciencia

S.


Se me hace difícil la infinitud de los minutos de esta espera. María no tarda en contestar a ese correo.


Querido S.

No te ruborices. Estoy encantada con tus mensajes. Yo, hoy, también he soñado contigo. Quiero que sigamos así, pero con una condición: no nos enviemos fotos. Dejemos nuestra relación así, hasta que pase esta peste. 

Sé que, probablemente, me hayas visto en Youtube, te confieso que yo también te he buscado por internet y te he visto recitando poesía. 

No, no he pensado nunca en el suicidio, tienes unas salidas, ni siquiera ahora, que tengo un poco de fiebre.

Solo miro media hora al día la televisión, da un poco de pánico. 

Ánimo y paciencia

M.


Reconozco que no me ha gustado el final de su mensaje. Me deja un regusto amargo que me obliga a escribirle una pronta respuesta, pero la guardo en la bandeja de salida. No quiero agobiarla con respuestas inmediatas. Se la enviaré tan pronto me levante por la mañana.


M.

Me ha preocupado leer lo de la fiebre. Cuídate, por favor. Ya he sufrido bastante dolor en el pasado y no quiero volver a experimentarlo de nuevo. Me has dejado intranquilo, y mi cabeza pensante no desea otra cosa que parar de pensar, y no puede. Únicamente imagino la posibilidad de escaparme de casa para ir a verte, pero no sé dónde vives.

Salud y paciencia

S.


Durante el fin de semana no me ha escrito. Ha sido un tiempo muerto sin fin. Todo el mundo recomienda que mantengamos nuestras rutinas. La suya debe ser no contestar correos los fines de semana. Se lo respeto.


S.

Perdona que no te haya respondido antes. Los fines de semana no conecto el ordenador, es mi rutina y no la quiero romper por culpa de un virus cualquiera.

No te preocupes por mí. No estoy en el grupo de riesgo y me cuido. No te voy a engañar, llevo un par de días con fiebre y tos. Me inquieta la falta de ganas de escribir y me duelen un poco los músculos de brazos y piernas.

¿Por qué la maldición consiste en recordarlo todo?

Ánimo y paciencia


Esta respuesta la he leído varias veces a lo largo del día. Entre las decenas de wasaps que recibo cada día, y las noticias de la televisión, estoy realmente inquieto. Mi mujer lo achaca a los días de confinamiento.


M.

Ya no firmas los correos. No te abandones. Mantén las rutinas y apaga la televisión. Solo sirve para propagar el pánico, no sé qué enseñan a los periodistas en las facultades, pero empatía y humanidad con los espectadores, seguro que no.

No entiendo la pregunta que me haces.

Salud y paciencia

S.


Esta vez, su respuesta llega el mismo día por la tarde. Eso no es propio de María, no es una persona que rompa sus hábitos si no es por algún motivo importante.


Te comento. Estoy estable, como bien, aunque me aburro mucho. Tus correos me alegran las horas de reclusión. Ayer tuve 38’6º, hoy 37’4º, febrícula pero con cierta rigidez muscular. Voy a llamar al centro de salud en cuanto envíe este correo.

¡Ah! He acabado de escribir el primer borrador de la obra de teatro.

La pregunta sobre la maldición es una frase que recuerdo de ‘nuestro’ libro y la he reconvertido. No te preocupes, es una tontería.

Ánimo y paciencia

M

P.S. Hoy firmo el correo para que no te quejes.


Por un lado, me ha alegrado de que haya acabado el borrador, pero esas lecturas de temperatura no son algo que me haya dejado tranquilo. No quiero aplazar mi respuesta a ese indefinido temporal del dentro de poco, porque ahora ya ni siquiera estamos seguros de si habrá un más tarde.


Querida María,

Gracias por firmar tu correo, sin embargo, te has olvidado de mi nombre. Te parecerá una tontería, pero creo que deberíamos escribir nuestros nombres, no solo las siglas. Lo encuentro más cálido, ¿no te parece?

Hoy te envío un beso, espero que perdones mi atrevimiento.

Salud y paciencia

Santi


Por la tarde no me ha llegado ningún correo. No sé qué pensar. Ha vuelto a la normalidad y vuelve a su rutina, ergo está bien de salud, o ha empeorado y no puede escribirme.


Santi

He tenido una recaída. Me han llevado al hospital. De camino, han abierto la ventanilla y el viento ha susurrado en mi pelo. Me ha gustado. Aquí estoy bien. Me han hecho muchas pruebas. De momento, lo seguro es que tengo neumonía, por eso me han ingresado. Mañana, cuando llegue el resultado, me llevarán a una ubicación definitiva.

Cuando una no tiene nada, todo parece aceptable, las barbaridades resultan normales y los escrúpulos se van de paseo ... Marías dixit, más o menos.

Mi futuro va a la velocidad de la luz, sin frenos…

No te preocupes.

Ánimo y paciencia

M.


No pude dormir, tuve pesadillas. Mi mujer no se entera de nada. «El confinamiento», dice. «Ya está a punto de acabarse», repite para animarme. Los correos de María son cada vez más lacónicos. Además, sin querer, incluye alguna frase que me deja intranquilo. No sé cuánto tiempo ha pasado sin tener noticias suyas, bueno, sí lo sé, y no sé qué hacer más que releer los correos que me ha escrito hasta este momento. Compruebo que han seguido una pauta preocupante.


María

No sé qué decirte. No contestas a mis correos, tu vida se me está haciendo fantasmal, como una voluta de humo que se me escapa entre los dedos. Estoy alarmado.

Dime algo por favor,

Salud ..., ya no tengo paciencia.

Santi


Vivimos un momento en el que hasta los segundos se ralentizan. Ya no fluyen, pasa mucho tiempo entre uno y otro, no lo puedo controlar. Por la tarde, me ha contestado, por fin.


Santi,

El tiempo continúa. No sé qué contarte. Nada positivo. 

Estoy en silencio conmigo misma. Es como si me observara desde fuera. El personal del hospital está superado, hace lo inhumano, pero no llega a todo. Es duro, la prioridad es la edad, y yo estoy en la frontera.

Marías diría que al hacernos mayores también hay menos vida, no queda tanta.

Hasta hoy, mi edad me había parecido ajena.

Me han puesto una máscara de las de inflar y desinflar una bola, da más oxígeno. Estoy boca abajo. Solo me la quito brevemente para comer y escribirte. Ya no me respiro. Infecciones diversas.

Ánimo, ya no tengo, y paciencia, no me queda más remedio.

M.


El tono de sus respuestas no tiene nada que ver con los primeros correos. Según el calendario, han pasado pocas jornadas, pero cuando vives en el confinamiento, las horas se hacen más largas, las sensaciones más intensas, los segundos elásticos y las vivencias, como en una guerra, son breves y vitales al máximo, aunque sea de forma virtual.


S.

Me parece estar viviendo aquel domingo 22 de junio de 1997 contigo, en nuestro universo en común, ¿recuerdas?

¿Sabes? Morir parece grave al que muere, si sabe que muere, diría nuestro amigo. 

Eres la casualidad más bonita que llegó a mi vida.

Ya no envejezco. Sigo sin respirar en mí.

M.


Este fue su último correo. Levantarán el estado de confinamiento mañana y hace una semana que no he mantenido ningún contacto con María. Iré a la librería, allí sabrán decirme algo. 


V


Por fin, han levantado el confinamiento. Dos meses y medio. Las calles bullen de alegría. No sé dónde vive María y llevo una semana sin respuesta. He ido a la librería, deben de conocerla por ser una escritora de teatro y porque a ellos les compré el libro con su nombre. No está abierta. Hay una nota avisando que abren solo por la tarde. Me voy a casa, no sin antes mirar alrededor, estoy perdido entre una tienda de chinos, un bar con el cartel de ‘Se traspasa’, una peluquería, un locutorio, y un kebab. Piso una mierda de perro junto a la caseta del vendedor de cupones. 

 He vuelto por la tarde y he esperado en la puerta a que abrieran. Se me ha hecho una eternidad. Una ráfaga de viento sacude las banderas de los balcones. La chica de la librería se ha sorprendido al verme ahí esperando. El local huele a cerrado, a humedad, algo se había podrido en la mesa durante el confinamiento y apesta. Mientras la chica entra en el despacho a dejar su bolso, abrir la ventana para airear y tirar esos restos putrefactos, toqueteo los libros de la caja y encuentro otro dejado por María. Cuando la joven librera regresa del despacho y está dispuesta a escucharme, le explico que necesito encontrar a María. Le muestro mi preocupación por no saber nada de ella desde hace una semana. Su semblante cambia. Su sonrisa se apaga. En un instante, la presencia de María en la librería se ha esfumado, ha quedado como un tenue recuerdo nostálgico, flota en el aire como el humo de los cigarrillos. Acaricio nuestro ejemplar de Cuando fui mortal y lo abro al azar. Javier se une a mi duelo: cuando muere un amigo, dice, quisiéramos recordarlo todo de la última vez que lo vimos, la cena vivida como una más que de pronto adquiere un inmerecido rango y se empeña en brillar con un fulgor que no fue suyo, intentamos ver significado en lo que no lo tuvo, intentamos ver señas e indicios y acaso magias. ¿Y si no has conocido nunca en persona a la amiga muerta?

La joven librera respeta mi silencio. De súbito, me doy cuenta, como si me acabasen de dar un puñetazo en la boca del estómago, de que a partir de ese momento solo podré abrazar un recuerdo. María se ha perdido para siempre. Salgo de la librería y empieza a llover con fuerza. Todo está inmóvil, como sumergido en un mar de gotas de lluvia densas y grises. Tal vez no somos más que peces muertos en un acuario. Camino inalterable, empapado y sin recompensa a mi confinamiento. Una flor sin nombre se abre entre los adoquines de la acera. El tiempo pasado nunca regresa. Ni siquiera podré confirmar la afirmación de Marías, según la cual casi todo se olvida en la vida y todo se recuerda en la muerte. 

El Covid-19 no me ha dado la oportunidad de olvidar aquello que no podré recordar. Freno poco a poco mis pasos para escuchar el silencio de la tierra bajo mis pies. Entro en el café Alegría, solo noto la humedad de mis ojos. Me siento, y pido un café cortado. Siempre pensé que sus últimos mensajes eran verdades exageradas cuando me contaba algunos episodios de su contagio por el virus: ¡Tienes unas salidas!, decía. Es cierto que sus últimos correos se hicieron más extraños de lo habitual y se despedían de manera enigmática: Ya no envejezco, Mi futuro va a la velocidad de la luz, sin frenos, Ya no me respiro, Sigo sin respirar en mí. La frase eres la casualidad más bonita que llegó a mi vida de su último correo no me puede consolar, pero al menos me da fuerzas para continuar. Aprovecho la oscuridad en la que me encuentro para escribirle un poema oscuro que solo ella y yo podamos entender. Así, después de leerlo, nos miraremos y nos reiremos. Un dolor lento, instintivo y animal se

apodera del aire que respiro, trepa por mis venas que han perdido su color natural. Ahora son del color del dolor. Un dolor que se arraiga y que se ancla en lo más dentro de mí.


¿Qué es echar de menos a alguien? La sensación de estar en un lugar desconocido, sin rumbo, mirar sin ver, comer sin saborear, el sendero hacia el olvido, sin derramar una sola lágrima: llorar a secas. Veo su sonrisa abrirse como un cielo estrellado. El virus me ha privado de María, de la primavera y de muchas cosas más. Congeló la luz de su mirada, pero yo he florecido igualmente gracias a ella. A partir de ahora, solo encuentro una forma de contar el tiempo de vida: antes y después de su muerte. Me llevo la primavera dentro, su imagen fundida en mi memoria y su recuerdo con este nuevo libro, que, de forma inconsciente, me he llevado sin pagar: un regalo de María. Se puede vivir dentro de la vida y fuera del tiempo, nadie nunca más me la podrá quitar.




jueves, 6 de octubre de 2022

Un cuento chino



Relato publicado el 15 de marzo de 2022 en la revista mexicana Aion: https://aion.mx/literatura/un-cuento-chino



Pincel y agua

bailan al son del viento.

Gritan libertad.




He mantenido mi palabra. Después de haberle fallado, se lo debía por nuestra amistad. Xiao Sān Bï Chù me pidió en una nota encontrada en mi buzón, mantener silencio respecto a nuestra amistad hasta dos años después de su partida. Quería pasar desapercibido. Eso he hecho. 

Xiao, de 47 años, y yo nos conocimos gracias a nuestra común afición a la caligrafía y cultura tradicional china. Él trabajaba detrás del mostrador de un bar en la calle Muntaner, en el barrio de la Esquerra de l’Eixample de la ciudad de Barcelona. Era un bar relativamente alejado de mi domicilio, pero como era uno de los pocos bares con un buen café, iba allí con cierta asiduidad. 

Era una persona tímida en su forma de hablar. Fuera por su nombre o por sus movimientos, me recordaba a un sabio chino, aunque Xiao era simplemente un chino más que emigró de su país acompañado de su madre en busca de una vida mejor. Vendió unas propiedades en China y eso le permitió pagar el traspaso de un pequeño bar en Barcelona. 

Al principio, casi ni me fijé en él. Me sorprendió que la mayoría de los clientes se dirigían a él con el apodo de Bicho, y yo era el único que intentaba llamarlo correctamente por su nombre, tarea harto difícil por la dificultad de la pronunciación del chino. Xiao era delgado y de huesos extremadamente pequeños, con el pelo corto. Vestía al estilo Mao con camisas de cuello mandarín. Era un individuo con dos personalidades complementarias entre sí: chistoso, amable y sonriente con los clientes del bar que se reían ante su incapacidad de pronunciar bien las erres, y un artista muy completo e intelectualmente interesante en la trastienda; conocedor en profundidad de la poesía y las tradiciones del pasado clásico chino. Esta segunda faceta solo me la mostraba a mí desde el día que supo de mi afición por la caligrafía china y por el hecho de haber traducido varios libros de un escritor con influencia budista zen. A partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más. Me había convertido en alguien interesante y distinguido ante los ojos de Xiao, incluso empezamos a hacernos bromas, la mejor muestra de una buena amistad, y me habló, o mejor dicho, mencionó de pasada la existencia de una mafia china de la que nadie se podía aislar.

Él también se consideraba un artista y vio en mí a un aliado en medio de aquel páramo cultural representado por los parroquianos de su bar. A mí también me gustaba su compañía y muchas veces iba y me olvidaba de hacer una consumición, simplemente hablábamos. Para mí representaba un lujo poder hablar con un sabio poeta y calígrafo, no con un erudito pedante occidental.

Shifu, ¿gustar ver caligrafías? —me preguntó con gran entusiasmo e ilusión.

—¿Shifu?, ¿qué significa eso?

Shifu ser ‘maestro’.

—¡Ah! ¡Me siento honrado! Por supuesto que me encantará ver tus caligrafías, será un honor —contesté—, pero no te dirijas a mí como Shifu, por favor.

—No ser posible, Shifu. Tú Shifu como árbol, viento, tierra, silencio.

Decidí no llevarle la contraria. El bar cerraba los lunes. Quedamos para el lunes siguiente. No puedo negar mi ansiedad porque pasara rápido esa semana. Cuando llegué ya me estaba esperando con nerviosismo. Me abrió la puerta junto a la persiana del bar con una amplia sonrisa y me acompañó a la trastienda. 

—Buenos días, Shifu. Pasar, pasar —dijo, indicando la dirección.

Entré, atravesé una sala separada por un biombo de bambú que dejaba entrever una sombra sentada. En aquel entorno, me sentí transportado a la China profunda. Su estudio era un espacio inimaginable desde el exterior donde fluían energías internas invisibles transformadas en trazos. Colgados sobre maderitas horizontales del techo estaban sus pinceles, hechos a mano por él mismo. Las paredes estaban forradas de corcho donde había multitud de caligrafías clavadas con chinchetas a la espera de ser encoladas. El color reinante, más allá del negro de la tinta, era el rojo. No me sorprendió del todo porque yo ya sabía que el rojo en su cultura representa la buena suerte, la felicidad, el entusiasmo, la pasión y la justicia. Es más, se cree que el rojo es capaz de ahuyentar los males y atraer prosperidad. Durante un rato nos quedamos sentados sin decirnos nada. La estela del humo de nuestras tazas de té era lo único que se movía entre nosotros.

—Mirar, mirar aquí, Shifu —me decía con cara de admiración y esperando a ver mi reacción.

Me enseñó multitud de carpetas con caligrafías y dibujos diversos hechos a lo largo de los años. 

—Ser obra vida —dijo como si ya estuviera al final de la misma.

—No hables así, Xiao, vas a hacer muchos litros de tinta todavía —le dije—. Esto es impresionante, y pensar que tú me llamas Shifu a mí cuando tú sí lo eres de verdad.

Shifu, tú —dijo—. Todas mañanas, antes abrir bar, hacer yoga chino, no indio. Después, sentar frente tintero, dar vueltas barra tinta. Silencio. Meditar.

—Supongo que lo haces para ir pensando qué vas a hacer con el pincel y pillarle el ritmo al nuevo día. ¿Consigues realmente la sensación de vacío, de silencio interior para poder pintar y aguantar a los clientes del bar?

—Sí, Shifu entender bien —dijo con una sonrisa entre vergonzosa y repetitiva.

Tan pronto como ese líquido negro y viscoso había adquirido la negrura necesaria pintaba durante una hora todo aquello que le venía a la mente. Tenía un montón de carpetas con sus pinturas sobre papel de arroz apiladas en posición horizontal. Estaban clasificadas por años. Yo no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue de desconcierto ante lo mostrado. Me había quedado mudo, no se me ocurría qué podía decirle a Xiao; así que continué pasando hoja tras hoja boquiabierto. Él, sereno, me miraba con su permanente sonrisa angelical.

Shifu, demasiado deprisa —me interrumpió—. Así no entender, ir más despacio. Personas juzgar por ojos, no por inteligencia. Todos poder ver, pocos comprender lo que ver. Ver es pensar.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca se consigue ver nada. Cogí otra carpeta y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, observé las variaciones en los trazos a medida que avanzaban los años: un poco temblorosos al principio, posteriormente eran más serenos y firmes, más duros y violentos al final.

Abrí una carpeta más reciente. Era de hacía un año. Esas caligrafías las contemplé desde una óptica más activa, me sumergí en la pintura hasta lograr captar su ritmo interno, un ritmo capaz de mostrar el alma del calígrafo, de Xiao, su vibración interior. Me preocuparon.

—Estas caligrafías son diferentes, Xiao —le comenté—. Las veo más pesimistas, tienen un trazo rabioso, falta serenidad. ¿Te pasaba algo cuando las hiciste?

—No, Shifu —me contestó sin poder ocultar una nube de preocupación que le enturbiaba los ojos—. Tranquilo, todo pasar como agua río —dijo, como si hubiera estado leyendo mis pensamientos. 

No sabía a qué se refería. Pero aún recuerdo la frase utilizada cuando nos despedimos ese día, «pintar ser manera de respirar, vivir así imposible». Desde ese día Xiao y yo comentamos su obra muchas veces.

*

Era martes y el bar seguía cerrado. Me extrañó, pero como tenía prisa no llamé a la puerta, «se debe de haber quedado dormido, pensé con extrañeza». Al día siguiente, miércoles, la persiana seguía bajada. Me preocupé. Me acerqué a la puerta y llamé. Nadie contestó. Deduje que no había nadie, pero lo intenté otra vez para asegurarme. Esperé un poco más y, en el preciso momento en el que estaba a punto de marchar, oí el sonido de unos pies arrastrándose con lentitud y dificultad hacia la puerta. 

—¿Ni hao? —dijo una anciana.

—¡Hola, soy amigo!

—¿Xiao? —preguntó esa voz temblorosa, y luego abrió la puerta. 

Era su madre, una mujer arrugada, delgada y pequeñita. Tenía dificultades para moverse. Llevaba unas gafas con muchas dioptrías, por el grosor del vidrio. A pesar de llevarlas puestas, noté que no veía bien. 

—Xiao —exclamó con lágrimas en los ojos.

Abrió los brazos para abrazarme, y antes de darme cuenta, empecé a abrazarla yo también. 

—¡Hola! ¡Ni hao! —dije.

No sé por qué lo hice. No tengo ni idea. No querría decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente lo hice, aquella anciana me abrazó delante de la puerta y yo la abracé a ella. No la saqué de su error, me daba pena, yo no quería engañarla. Parecía un juego aceptado por los dos. Noté que aquella mujer sabía que yo no era su hijo Xiao. A pesar de su decrépita apariencia, era capaz de distinguir la diferencia entre un extraño y su propio hijo. Pero era feliz fingiendo, y decidí seguirle la corriente.

Entramos en la casa. Me hablaba y no la entendía. La seguí hasta detrás del biombo donde había una tetera humeante junto a una orquídea a la que se le habían caído todos los pétalos de sus flores rojas. Estaba seca. Me sirvió una taza de agua caliente como si fuera una infusión. Yo esperaba la aparición de Xiao para aclarar el malentendido porque a cada una de sus preguntas, yo no sabía qué contestar. No la entendía y parecía que a ella no le importaba. Cuando terminamos de beber el agua caliente, tuve necesidad de ir al baño. Me disculpé y me dirigí al que había en el pasillo. A partir de ese momento, mi vida se transformó en un torbellino de fuertes sensaciones sin control de las que aún hoy no me he podido recuperar. Ya era bastante extraño hacerse pasar por su hijo, pero lo que ocurrió luego fue una verdadera locura. 

Entré en el cuarto de baño, miré alrededor y vi un montón de estanterías con libros de caligrafía y filosofía china, libros de Confucio, François Cheng, Gary Snyder y unas fotocopias en el suelo con una entrevista a una calígrafa que yo también conocía, Tere Vila Matas. Junto al lavamanos había un librito en el suelo, lo recogí, El cuento de Navidad, de Paul Auster. No sé el motivo, pero me lo metí en el bolsillo; a diferencia de los otros, era un librito de segunda mano, se notaba. Detrás de la cortina de la ducha, vi una sombra. Descorrí la cortina hacia un lado y un cuerpo inerte colgaba del gancho del techo: era Xiao. Sin pararme a pensar, corrí la cortina para tapar esa imagen y me dirigí al cuarto de estar. La anciana se había quedado dormida, creo, en su butaca. La miré y me fui del apartamento. Su taza estaba en el suelo, rota.

*

Pasé dos días sin salir de casa, sumido en un pozo negro hasta que sonó el timbre de la puerta.

—¿Quién es? —grité.

—Buenos días, le vengo a ofrecer una oferta de una operadora de móvil china que no podrá rechazar —oí a través de la puerta.

—¿China? —pregunté—. No me interesa, gracias —contesté sin poder reprimir un grito—. ¡Xiao!

Esa llamada a la puerta me transportó brutalmente a la realidad. A medida que recordaba, me fundía en un universo surrealista sin pies ni cabeza. Me metí en la ducha. Ese chorro de agua me devolvió al presente, estaba horrorizado, los recuerdos ya se estaban alineando, empezaban a tener sentido. Salí, me sequé y me sentí mareado. Me puse los pantalones y noté algo en el bolsillo: el libro de Xiao. Me estremecí de cobardía. Tenía hambre. Entré en la cocina y abrí una lata de atún, me la comí directamente con un trozo de pan duro. Me puse un vaso de leche y la escupí en cuanto la probé, tenía un olor desagradable. Se había cortado y estaba amarga. La cocina daba pena. Bajé las escaleras de dos en dos, salí a la calle y corrí hasta el bar. Estaba cerrado. Golpeé la puerta de su domicilio. Me sentía tan mal por haber marchado de aquella manera; me acobardé. Me abrieron la puerta sin dejarme entrar. La anciana ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el domicilio había un comercial de una inmobiliaria de un banco y no sabía decirme dónde estaba. 

—Probablemente haya muerto —dijo con frialdad. 

—¡Muerto!, ¿por qué?, ¿qué ha pasado? —pregunté.

—Yo no sé nada —contestó y me dio con la puerta en las narices.

Salí, vi restos de caligrafías mezcladas con escombros en un contenedor de la calle. Necesitaba respuestas. Deambulé sin saber qué hacer. Tenía el librito que cogí de su baño en mi regazo; recordé y reinterpreté las palabras de Xiao sobre la amistad, «comporta entender miradas, interpretar silencios, perdonar errores, guardar secretos, prevenir caídas y secar lágrimas». También me habló sobre la muerte, «el poeta es aquella persona a la que no puede sorprender la muerte, puesto que ha asumido un lugar imaginario dentro de ella mediante sus poemas». Ese libro y sus reflexiones fue la herencia de Xiao, junto a la vergüenza de una huida sin sentido.

*

Entré en la biblioteca del barrio y me dirigí a la sección de periódicos. Miré la prensa. Allí estaba la noticia de las muertes de Xiao y de su madre sentada en el sofá junto a una taza de té. Los prejuicios, el racismo, la burocracia y unas deudas con los bancos y con la mafia china que se multiplicaban le llevaron al suicidio. Xiao se quitó la vida como forma de expresión en sí misma, "una protesta en silencio". Le mataron entre usureros codiciosos, permisos, pólizas, un supuesto exceso de celo municipal en el cumplimiento de las normativas vigentes y miradas hacia otro lado. 47 años de vida amarilla desaparecieron a manos de una burócrata muerte blanca.

Xiao Sān Bï Chù había hecho una inversión millonaria y no podía devolver el préstamo al banco a pesar del dinero prestado por la mafia china. Con el permiso provisional empezó a trabajar, pero fue cerrado en dos ocasiones: la primera a principios de año y la segunda después del verano, cuando ya tenía la licencia municipal en regla. Xiao fue multiplicando sus deudas y el bar seguía cerrado por temporadas. Los vecinos se quejaban del olor a comida, a pesar de que había reforzado la chimenea de salida de humo y había hecho otras reformas para disiparlo más rápido. Incluso le denunciaron por haber hecho esas obras de mejora sin consultar a la comunidad de vecinos.

Ante el suicidio de Xiao, el ayuntamiento explicó en un breve e insultante comunicado que había seguido en todo momento los procedimientos legales y que «lamentaba profundamente los hechos ocurridos».

*

Antes de salir hacia el estudio, me di cuenta de que había pasado el cartero por el edificio porque sobresalían los sobres de los buzones de algunos vecinos. Abrí el mío y encontré una carta. «¡Qué extraño!, ¿quién escribe cartas hoy en día?», pensé. Era de Xiao. No me atreví a abrirla en ese momento. Salí del edificio, tomé el metro y me fui pensativo. Llegué y me senté a hacer tinta. Girando la barra de tinta sobre la base del tintero, de repente, vi reflejada la cara de Xiao en la tinta que reposaba en el fondo, en ese líquido negro en el que se había convertido la barra mezclada con agua. 

—Pintar y crear ser auto-transformación para alcanzar serenidad vida —me decía Xiao en un susurro que solo yo podía oír.

A la orquídea que estaba pintando le cayó, entre trazo y trazo, un delicado pétalo de sus flores rojas. «Otra frágil e inocente muerte», pensé.